No
puedo evitar pensar que el estoicismo es la manifestación más trágica del
sufrimiento humano (suena a paradoja, soy consciente). La imperturbabilidad esconde la agitación, la
turbación. Personalmente, no creo que contener el flujo sea positivo (empiezo a
sonar como un coach emocional y eso me desagrada). No hay nada más liberador
que el patetismo de las tragedias clásicas helenas: ahí está el Edipo que se
acuchilla los ojos o la Medea que llora la muerte de su prole. La catarsis no
es tan trágica como la ataraxia.
Hace
unas pocas semanas, acabé la lectura de la novela El desierto de los tártaros,
de Dino Buzzati (una especie de Kafka italiano). Sin entrar en muchos detalles
―invito a que la lean; merece mucho la pena―, narra la vida de Giovanni Drogo,
protagonista y oficial de la Frontera, atrapada entre dos flujos: por un lado,
el de la disciplina marcial, el deber, la misión, en definitiva, de custodiar,
desde una gran fortaleza, la Frontera entre su pequeña comunidad y un
territorio ignoto e incierto; por otro, el de la la memoria, los seres queridos,
las vivencias íntimas, varado en la comunidad de la que está ausente durante su
servicio. Lo interesante del personaje, la razón por la que creo que merece el
estatus del que gozan Gregor Samsa, Hamlet, don Quijote, Madame Bovary o Holden
Caulfield, entre otros, es que uno se identifica fácilmente con él. Y es que
más de una vez en nuestra vida todos somos Drogo. ¿No han tenido alguna vez esa
sensación de que todo lo demás avanza y ustedes, atrapados en un impase quizá
excesivamente dilatado, aún aguardan su momento? A lo largo de la historia,
Drogo asiste al envejecimiento de su madre, a la progresiva emancipación de sus
hermanos (uno se empareja, se compromete, se casa, genera descendencia y se
prepara para marchitarse; ya se sabe), al vencimiento del tiempo de servicio militar
de sus colegas, y él, mientras tanto, aplaza su partida a la espera de algún
acontecimiento trascendente, algo que requiera de su acción, algo que le
haga sentir como un héroe, combustible que le ponga a mil, como al teniente de
Robert Duvall «el olor a napalm quemado» en Apocalypse Now. Es la soledad
del vigía, reducido.
El
«te queda mucho por delante», eslógan para los jóvenes desesperanzados, parece
estar imponiéndose últimamente a raíz de la situación actual. Este puñetero
bicho nos ha obligado a postergar nuestros planes y proyectos y nos ha abocado
a un Carpe diem vacuo, improvisado y algo desesperante. ¿Hasta cuándo
vamos a seguir en esta espera indefinida? De entre todos los momentos
memorables de la novela, hay uno que es especialmente desolador: tras unos cuantos
años en la Fortaleza, regresa por unos días a su ciudad. Allí, se reencuentra
con su antigua amante, pero descubre que, después de todo ese tiempo, ya no
siente lo mismo por ella. Punto y aparte definitivo en su tragedia personal. De
igual manera, sería un mazazo que esto terminara y los jóvenes nos
encontrásemos ante una coyuntura como la de Drogo. Y no solo hablo de viejos
amores, sino también de esa conciencia de que nuestro momento ya ha pasado y de
que, a partir de ahora, todo es paulatino declive.
Uno se asoma a la ventana y todo se homogeneiza ―colas para bancos de alimentos en Nueva York o Vallecas, disturbios callejeros en Gamonal, manifestantes de movimientos interseccionales y, por qué no decirlo, desnortados como Black Lives Matter―: tierra árida, desierto. La impotencia del ser humano contemporáneo. A veces, las guerras nos dan razones para vivir ―o eso pensaba Drogo―. Entiendo, en parte, el sentimiento: somos parte de una generación que se siente frívola. Aun así, una guerra (o una pandemia) siempre está de más. ¿Quieren una buena razón frente a este desánimo? Replantar poco a poco el desierto en el que vivimos ahora. Luego ya si quieren pónganse a deshojar las margaritas, pero, por favor, cuando esto ya haya reverdecido.
Sociego,
Burgos,
1-XI-2020
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