Cela,c’est quand on ne peut plus se dérober à la douleur,qu’elle ressemble à quelqu’un qui approcheen déchirant les brumes dont on s’enveloppe,abattant un à un les obstacles, traversantla distance de plus en plus faible – si près soudainqu’on ne voit plus que son mufle plus largeque le ciel.Parler alors semble mensonge, ou pire: lâcheinsulte à la douleur, et gaspillagdu peu de temps et de forces qui nous reste.P. Jaccottet
Las señales son claras. Se manifiestan ya en
nuestra más tierna infancia, advirtiéndonos de la conveniencia de
familiarizarnos con el dolor y de asumirlo para, al final, alcanzar el paraíso.
Cuando a un niño le salen los primeros dientes, uno de sus primeros tormentos
vitales, chilla y se retuerce, ignorante de que, no mucho más tarde, esa
perforadora minera que se abre paso por sus sonrosadas encías acabará
convirtiéndose en su particular trituradora del placer encarnado en
carbohidratos, azúcares y grasas.
Mi
silencio a lo largo de estas semanas se debe, entre otros motivos, a que he
estado como una hucha abierta por culpa de una molesta patología que, por
consideración a los estómagos sensibles e incluso a los que no lo son tanto, me
abstendré de mencionar aquí. El caso es que, desde que el pequeño cabroncete se
manifestó, la zona afectada suscitó tanta agitación como una emergencia
nuclear. Durante los pocos días desde la primera consulta hasta la cirugía se
declaró un estado de alarma que hizo que gran parte de la vida doméstica
orbitara en torno a esa perturbación que, con los días, se arrogó más voz de la
que merecía, como si ya presintiera su final y todo lo que le quedara fuera esa
rabiosa rebelión con una rojez purulenta por bandera
Como
si no tuviera ya bastante con los dolores, sepan que no ayuda nada al enfermo
la actitud de los de alrededor. A excepción de casos graves en los que ni la
mejor de las expresiones estrangula la anguila eléctrica que lo culebrea a uno
por sus articulaciones o amortigua el picahielos que percute sobre su tuétano,
uno se esfuerza todo lo posible por revertir esa cara de circunstancias que el
doctor le ha esculpido con esos labios fruncidos y que su familia ha
contribuido a modelar con sus compungidas manos sobre sus bocas abiertas y sus
miradas de conmiseración que bien podrían rivalizar con las de los discípulos
de Jesucristo en su ascenso por el Calvario, esa mueca de pesadumbre y
resignación con que ingresa al quirófano. Curiosa entrada la mía, por cierto.
Por primera vez en años, en un imprevisto giro relativista cambié mi sistema de
valores acerca del dolor y el placer: “Vamos, hombre! Esto es lo que llevas
deseando tanto tiempo”. Suelen pasar desapercibidos, pero los anestesistas
deberían ser conscientes de su justo lugar en no pocos historiales sexuales. Y
es que cuando cargan la jeringa y la alzan al aire, no saben que probablemente
están a punto de hacer con su paciente mucho más que todos sus amantes juntos
en cien noches de placer. Anestesistas lectores, reflexionen sobre lo anterior
y aprecien, por favor, sus proezas. El mío, en principio, no estaba destinado a
superar siquiera una sola noche de pasión: la anestesia era local. Aun así, qué
drama. Yo sabía que atacarían por retaguardia —estaba avisado— y, a pesar de
todo, el embate se sintió tan vil… Los tipos lo tienen muy bien estudiado: lo
distraen a uno con conversación de lo más inocente que uno, por supuesto, no
rechaza, porque ¿quién se negaría a una distendida exposición de sus proyectos
de vida más inmediatos con cantidad de aparatos punzantes cerniéndose sobre su
indefensa desnudez? Entonces, en lo más inesperado, sin siquiera haber llegado
a los viajes para el verano, la aguja le penetra la piel y, irremediablemente
postrado sobre la cama, contrae los hombros y se aferra a los bordes de la
camilla, poniendo en riesgo la dotación del hospital para materiales
quirúrgicos. La verdad es que duele, duele tanto como una traición. Y el doctor
lo sabe. De hecho, estuve cerca de soltarle: “Tu quoque, galene mei?”. ¿Acaso
existe otro sitio aparte de este en el que uno se encuentre más expuesto?
Todo
esto por no mencionar la humillación de la “ropa de quirófano”, por llamarla de
alguna manera. No contentos con pasearlo a uno por toda el ala a la vista de
otros sufridores embutido hasta la barbilla en una manta que lo hace candidato
a ampliar la colección egipcia del Museo Británico, una vez sobre la camilla lo
hacen rodar como una croqueta a una adyacente, donde proceden al ignominioso
levantado de bata por la parte que corresponda. Visto el percal, no puede uno
evitar preguntarse qué es exactamente eso, si una operación quirúrgica o una
sala X. Al menos a los enfermeros los obligan a la mascarilla. Y menos mal,
porque quién sabe qué clase de piruetas harán su lengua por debajo en el
momento en que a esa croqueta le retiran el rebozo. La verdad es que el asunto
de los enfermeros en general es peliagudo. Fuera de la sala de operaciones,
todo viejo verde, como ya sabemos, se pirra por una inyección de ese uniforme
blanco de la tienda de disfraces relleno de látex, piel y silicona. Dentro, en
cambio, esos uniformes los ocupan custodios del dolor con dos tallas de más con
las que ese viejo fantaseaba y verdaderamente terribles cuando se trata de
comprobar que ni por asomo se le ha ocurrido a uno quitarse la vía por la que
le han montado una atracción ferial de droga entrante y sangre saliente —un
curioso simulacro controlado de toxicómano callejero—. Por no mencionar los
despertares, en los que estos diabólicos seres de gasa irrumpen en la
habitación a las siete de la mañana para “valorar el alta” como si fuera uno el
favorito para protagonizar el reboot
de Robocop.
¿Quién necesita un gallo mañanero con semejantes despertares?
De
todas formas, tampoco hay por qué quejarse tanto. Pensándolo bien, no es mal
trato: un pinchazo a cambio de todas las atenciones del mundo. A veces pecamos
de ignorancia cuando añoramos nuestra infancia, aquella época en que cualquiera
de nuestros berrinches despertaba más expectación y tumulto que el hombre del
tiempo, pues todo lo que debemos hacer para regresar a aquellos felices tiempos
es inducirnos una subida de decimillas en nuestra temperatura corporal o provocarnos
un granazo con alguna de las extrañas cremas de mamá (aunque, pensándolo bien,
esto último no es tan buen negocio como el truco de lamer una tiza). Como no
hay mal que por bien no venga, tampoco hay trauma que en enseñanza no devenga.
Si algo he aprendido —o más bien he rescatado— de esta experiencia, es la senda
de la humildad. Líbreme Dios, eso sí, de predicar aquí nada. No obstante, considero
necesario destacar lo desvalido que el dolor lo deja a uno. Y es que en el
preciso momento en que aparece ese condenado bulto, se le trastocan a uno todos
los planes. A partir de entonces, todo queda entre uno y la enfermedad y lo
demás puede esperar (no sé cómo aún nadie le ha visto su potencialidad para
convertirse en el sucesor de la excusa del perro que se ha comido los deberes).
De repente, todos los problemas se transfieren a la sala de espera y, de entre
ellos, emerge uno, descarado, para plantarse enfrente de una puerta detrás de
la cual comienzan unos laberínticos y asépticos pasillos de hospital. Es un
hecho: somos vulnerables. Por eso, antes de llegar a la vejez y llevar a cabo
el clásico ejercicio de levantarse y agradecer a quien toque por concedernos un
día más, cabe mientras tanto alegrarse de otro día más sin nada torcido o
revuelto o hinchado o enquistado.
Dado
que nada puede hacerse contra la obstinación de la enfermedad una vez que se
propone dar un poco de vidilla a nuestro sistema inmunitario, lo único que
queda es responder del mismo modo que respondemos cuando en nuestra camarilla
de amigos aparece el acoplao
de última hora, invitado por el único del grupo que lo traga. A partir de ese
momento, recibimos la revelación y nos percatamos de que, nos guste o no, habrá
que aguantarlo para el resto de la noche. Pero tampoco hay por qué convertirlo
en tragedia. Al final, acabará llegando el amanecer, más o menos luminoso, pero
firme en su don de devolver a ese mochuelo a su olivo —ya era hora— mientras nosotros,
trasnochadores, abandonamos por fin nuestro padecimiento y nos retiramos con
una sonrisa, pues, a pesar de ese incordio, que nos quiten lo vivido con los
amigotes. Un aguijón intermitente a cambio de no poca diversión. Y así el leve
mosqueo que empezó a las once de la noche, cuando se nos avisó de la
incorporación de última hora, se nos irá disipando de regreso a casa, tal y
como se diluirá el alcohol que lleva corriendo por nuestras venas las últimas seis
horas.
Sociego,
Burgos,
27 de noviembre de 2022
Comentarios
Publicar un comentario