Hablamos para satisfacer constantemente nuestras necesidades. No sabemos qué dijo el primer humano que abrió la boca y profirió una serie de gruñidos a los que finalmente se les acabaría asignando un significado. No obstante, me sorprendería mucho que fuera para ofrecerse a hacer algo. Tal vez dijo: «Tú primero», el día que iban a cazar un mamut, o «yo primero», si lo que iban a hacer no era precisamente cazar sino algo más cálido e íntimo dentro de la cueva… Tampoco parece que abriera la boca para ofrecer una explicación metalingüística de la realidad. ¿Se imaginan? «Yo primero significa `yo primero´, denotativamente. Que luego queráis interpretarlo como que yo soy un número ya no depende de mí (número ordinal, por cierto, del orden de los segundos, terceros, etc.)». Es obvio, pues, que todo acto comunicativo responde a unas necesidades. Hay incluso quienes afirman que el amor es la búsqueda por parte de un egoísta de un candidato que cumpla las expectativas de sus hormonas, quien a su vez busca a otro egoísta, ya sea el primero u otro, para el mismo fin que perseguía el primero.
Disquisiciones aparte, conviene antes de nada delimitar qué entendemos por libertad de expresión. Una consulta al artículo 20 de la Constitución española y al 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU nos despeja inmediatamente las dudas. Desde mi punto de vista, la libertad de expresión ha de ser completamente irrestringida. Desde luego, es inocente pensar que el lenguaje es autónomo. El lenguaje es un medio, una herramienta o una tecnología con que nos desenvolvemos en el mundo para responder y cumplir las exigencias que nos impone ese mismo marco de realidad. Más allá de posibles debates ontológico-metafísicos ―que si las palabras remiten a otras realidades, que si el lenguaje es una imperfecta copia de la escritura de Dios, etc.―, creo que es esencial asumir una concepción materialista. Afortunadamente, las palabras no matan. Algunas hieren, sí, pero simbólicamente. Desde luego, y esta idea es fundamental, el lenguaje posee la capacidad de influir sobre la realidad operatoria, pero no de modificarla (no al menos directamente).
En cierto modo, la libertad de expresión funciona como una suerte de cama elástica sobre la que, si uno salta, saldrá rebotado. De entrada, uno puede soltar cualquier idea o pensamiento. Si esa idea o ese pensamiento son afines a la injuria, a la incitación a la violencia u otras lindezas sabe inmediatamente a qué se expone. Lo que es inadmisible es imponer un discurso, del tipo que sea. De ahí el infantilismo y la inquietante peligrosidad de la cultura de la cancelación: privar a alguien de constatar su postura con respecto de algo es incitarlo de manera indirecta a la acción. En realidad, lo que se pretende evitar es que ese individuo lleve a cabo aquello que expresa mediante sus palabras. Lo que desde luego no parece nada recomendable es anular la prefiguración de esa intención, porque entonces solo queda la acción misma (y eso sí que no tiene ningún remedio). Que algo nos repugne o contradiga frontalmente nuestros principios no justifica silenciarlo de forma automática. A este respecto, un caso sonado y reciente fue el del rapero Pablo Hásel, a quien se le ocurrió la brillante idea de dedicar al rey emérito Juan Carlos I una de sus amigables letras. La libertad de expresión no ampara el «discurso del odio». Desde luego, faltaría más. Tal vez sea mejor que Hásel diga que quiere ver a Juan Carlos I con un tiro en la nuca a que directamente se lo pegue. Supongo que él no será el único que quiere ver a Juan Carlos I muerto. La diferencia es que, donde otros usarían la pistola o el puñal, él optó por las palabras. Ambos comparten objetivo, solo que los medios son distintos. Hásel, al decir eso, alegaba libertad de expresión ―y así arguyen aquellos que lo apoyan―. Se consideró intolerable y fue convenientemente juzgado. Algo similar sucedió recientemente con el anterior presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, a quien se acusó de haber invitado a sus votantes a manifestarse en contra de los resultados electorales, lo que desembocó en un grotesco e hiperbólicamente llamado «golpe de estado» con los cameos estelares ya por todos conocidos. La revuelta se sofocó y Trump sufrió las consecuencias, particularmente en su cuenta de Twitter.
Ningún discurso, por tanto, es inocente. Ya ven a través de los ejemplos anteriores cómo el uso perverso y agresivo del lenguaje, totalmente consciente por parte de los hablantes, puede (y de hecho se hace) combatirse con acciones. Por ello, tal y como está contemplado el derecho a la libertad de expresión dentro del marco jurídico, las potencialidades del lenguaje para sus usuarios continúan siendo las mismas. De hecho, ahí lo tienen: ¿qué ocurrió con Hásel? Se le castigó y ahora está en prisión tras la correspondiente condena. Será, pues, preferible que manifieste verbalmente su, digamos, «descontento hacia la monarquía» y después se tomen las correspondientes medidas a que de entrada contemple otros medios de plasmar su voluntad. Por si fuera poco, vivimos en la era digital, lo que implica meditar profundamente qué decimos y qué callamos, por qué este término y no otro. Interactuar continuamente en el foro romano de la posmodernidad ―donde todo es opinable y poco o muy poco, verificado― evidencia aún más que las personas en general utilizan las palabras para «hacer las cosas». No en vano es una de las nuevas armas ―si no la más discretamente poderosa― de la política contemporánea, que recientemente se ha subido al carro de los bulos y los eslóganes simplistas y manipuladores para arañar ―o más bien aumentar― votos. Otra cosa distinta, y que yo también repruebo, es dar voz a individuos o colectivos incendiarios y reivindicadores de regímenes que ya han probado sus crímenes, pero eso ya entra dentro de la promoción y la cobertura mediática. La cuestión en torno a la libertad de expresión, por tanto, sigue inalterable.
Ya he dicho, e insisto, en que el lenguaje es una herramienta más, y, del mismo modo que un martillo puede fijar unos clavos o una llave inglesa ajustar unos tornillos, es obvio que también las palabras encierran algo más que meras constataciones sobre el entorno en que nos desenvolvemos. Sin embargo, ¿acaso prohibimos los martillos y las llaves inglesas por su potencialidad como arma de crimen? Por supuesto, las palabras, igual que las acciones, pueden ser más o menos nobles. En este último caso, existen una serie de mecanismos con la potestad para combatirlas, que ya contempla el sistema de acuerdo con el diseño de la libertad de expresión en gran parte de las sociedades democráticas de hoy en día. Por eso, si aceptamos vivir en una democracia liberal, aceptamos también la libertad de expresión. Solo así se pueden garantizar una estrecha convivencia entre un derecho fundamental, la libertad, y un ocasional pero necesario «inconveniente», la ley.
Sociego,
Salamanca, 23 de mayo de 2021
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