A lo largo de los últimos años, empresas, webs y plataformas han lanzado las famosas encuestas de valoración. Estas políticas responden a la necesidad de saber el grado o nivel de satisfacción del cliente en relación con el restaurante en el que ha comido, con el alojamiento en que ha pasado unos días o simplemente con la amabilidad (o la antipatía) del trabajador que lo ha atendido. El sistema básico de calificación corresponde a una nota entre el uno y el diez, teniendo en cuenta diversos factores — que, lógicamente, varían en función del tipo de establecimiento — como la limpieza, la ubicación (más o menos céntrico), el personal o la calidad de la comida, entre otros. Si a uno le preguntan si estaban bien fregados los baldosines del aseo o si el jefe de sala estuvo en todo momento atento a sus demandas solo se le ocurriría responder afirmativa o negativamente. Sin embargo, aunque si bien es cierto que puede haber detalles (los baldosines estaban impolutos, pero había una pequeña humedad en el techo; el encargado fue muy eficiente, pero me desagradaba el empalagoso perfume que llevaba, etc.), es tarea imposible adjudicar una cifra valorativa a este tipo de aspectos.
Si el problema quedara relegado a estos ámbitos, no hablaría de ello. Pero lo preocupante de la situación es que la escala uno-diez se ha colado a otro contexto completamente ajeno, el de las relaciones personales. “Del uno al diez, ¿cómo de bueno está el amigo de Fulanita?” o “Si tuvieras que valorarme como amigo, ¿qué nota me darías?”. ¿En serio? ¿En qué estamos pensando cuando formulamos estas preguntas o similares? Se me ocurre que dentro de poco los servicios sociales van a tener mucho trabajo, pues los niños no tardarán en evaluar a sus padres según el grado de accesibilidad que muestren a sus caprichos. Y ¡ay, pobre del que se atreva a responder con el bofetón o el zapatillazo de toda la vida a las insolentes demandas del crío!, ya que en esta hipersensibilizada sociedad en la que vivimos esas acciones restarán puntos, como al que se le olvida hablar de Hitler en una pregunta de examen sobre la II Guerra Mundial o cuando al enunciar el teorema de Pitágoras, omite que solo se cumple en triángulos rectángulos.
Creo que esta tendencia de cuantificar lo puramente cualitativo viene a reforzar aún más el triunfo del algoritmo digital (a lo que, por supuesto, contribuye la progresiva decadencia de las humanidades en la cultura actual). El big data, las cookies o las sugerencias de amistad en RRSS proliferan en la red y expanden sus redes dentro de ese mismo entramado cibernético que conocemos como Internet. A pesar de esta visión tan pesimista a priori, me parece que las encuestas también cumplen un rol positivo. Es muy legítimo dejar constancia de tu satisfacción (o decepción) con un determinado comercio o incluso denunciar cualquier oprobio sufrido (que el metre llevara Armani y tú seas más de Hugo Boss no cuenta). Lo que no tiene justificación es que acaben convirtiéndonos en auténticos inquisidores con las personas, porque a alguien no se le puede despachar por su físico o por su personalidad como el que contrata a un nuevo empleado porque su predecesor era un borde o como el dueño que acude al fontanero para que le arregle las goteras de la 114. Así pues, volvamos a considerar a nuestros semejantes como lo que son, entes sin treses, sietes o dieces colgando de su espalda; o, si lo prefieren, como una impredecible sucesión de decimales del número π.
Sociego
Burgos, 7 de julio de 2019
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