Despertó en medio de una espesa marejada. Confundido,
enseguida hubo de bregar contracorriente para evitar el ahogamiento. Sus
esfuerzos, sin embargo, resultaron vanos. Una tempestad se desató, liberando
toda la furia contenida del oleaje. Durante el fenómeno, un amplio remolino se
abrió a sus pies. Ondas concéntricas trazaban espirales que poco a poco iban
arrastrándolo al núcleo. Giro. Giro. Giro. Poseidón parecía disfrutar con el
juego. Era como remover los posos de un buen caldo. Giro. Giro. Giro. Y el remolino
lo absorbió.
Con los músculos agarrotados de resistirse inútilmente,
acabó dejándose llevar. Ahora, laxo y aturdido, gozaba de la calma que sucede a
la tempestad. Ignoraba dónde había ido a parar. Observó a su alrededor en busca
de sus compañeros de fatigas. ¡Qué vulnerables se los veía, vencidos por el
remolino! Comprobó que, a pesar del abatimiento general, no se había producido
ninguna baja. Ahora esperaba que perdurase el sosiego, de forma que pudieran
tomar aliento y evaluar su situación. No recordaba qué había ocurrido antes del
trance; tan solo retazos, pinceladas vagas y confusas. Limbo. Sí, sentía como
si viniera de una especie de limbo, una frontera entre el mundo consciente y el
inconsciente. Una línea de sombra. Todas esas sensaciones se agolpaban en su
mente mientras reposaba en una improvisada balsa. Pero sus esperanzas de tregua
no duraron mucho para él ni para sus congéneres, pues ahora era Eolo el que
tenía ganas de diversión. El dios caprichoso número dos los impulsó con violentas
ráfagas, iniciando así un nuevo descenso al Maelstrom. Pero el Maelstrom de
esta historia no era un agujero sin fondo, como el sumidero de un pilón, sino
una sucesión de descensos y ascensos poblada de corrientes de aire. Arrastrados
por ellas, recorrieron un tubo en espiral que parecía no acabar. Pero sí, bastó
apenas un leve empujoncito para volver a confundirlos. Sin previo aviso,
quedaron suspendidos en un vacío donde perecieron unos cuantos. El abismo los
reclamaba, sumiso a la misma fuerza que atrajo la manzana del árbol. Enseguida
se produjo una transición. Un ligero plop, como el de un descorche, que dirigió
a estos últimos soldados a La Gran Fisura.
La Gran Fisura consistía en dos paredes rosáceas y
escarpadas que infundían respeto a todo aquel que osaba aventurarse tras ellas.
“Dejad los que aquí entráis toda esperanza”, parecía advertir. Una nueva
sacudida impelió a los marineros. Habiendo superado más fácilmente de lo
esperado el estrecho (ni rastro de Escila y Caribdis), La Gran Fisura se iba ensanchando
hasta desembocar en un gran embudo. Dentro de esa cavidad, el paisaje se les
pintaba titánico e imponente, como le sucede a uno cuando pierde la medida de
las cosas en un entorno desconocido. El embudo era un templo, dividido en una
estancia central y un par de corredores. Debiendo someterse a los caprichos de
los dioses de aquel santuario, sacrificaron a unas decenas de camaradas –que,
entre muertes accidentales y ofrendas, habían sufrido ya una merma
considerable–. Una vez apaciguada la
sed de sangre divina, hubieron de decantarse por uno de los dos corredores para
proseguir su viaje hacia lo ignoto. Resolvieron atravesar el de la izquierda.
Apenas llevaban recorrida la mitad cuando se toparon con una mujer de figura
redondeada y achatada. Se presentó como Calipso y afirmó que llevaba morando en
aquel lugar un tiempo, aguardando a uno de ellos. Había en ella algo de
incitante y sensual, un cierto aura de atracción fatal. A pesar de sus
encantos, no demostró ninguna hospitalidad, pues negó el asilo a todos salvo a
él. Los demás hombres, incapaces de asimilar su rechazo, optaron por el
suicido, no sin antes observar impotentes cómo el Elegido se adentraba en los
dominios de la arcana. Allí, ella lo sedujo. El sentimiento era mutuo. Con el
paso de las horas, comenzó a sentirse abotargado y notó cómo iba perdiendo
movilidad en las piernas hasta que de repente se le desprendieron del tronco. Fue una amputación indolora. Entonces, Calipso, al verlo en ese estado, lo
engulló. Ahora él formaba parte de ella. Desde sus entrañas, experimentó un
nuevo descenso por el mismo corredor que habían transitado poco antes. Bajaban
rodando, como si se hubiesen adherido a la superficie de una roca esférica y
bien pulida. Finalmente, el descenso cesó y todo quedó en silencio. Igual que
sus piernas, ahora él entero se había disuelto en ella. Y ella en él. Formaban
una unión que ni la fragua de Hefesto podría deshacer. Entonces supo que había
llegado a casa. Recordó su vida pre-limbo y así todo cobró un sentido. Se le aclararon
las imágenes que embotaban su conciencia, dándole la pista definitiva: patria.
No era que lo esperase nadie, ni siquiera un perro viejo, sino que más bien él
mismo había soñado con ese momento. Tampoco se trataba de ninguna misión
divina, aunque cargaba con un terrible peso, el de la llamada de la naturaleza.
Pero allí faltaba luz, mucha luz. Un faro para aquel puerto.
Mientras tanto, hubieron de aguardar ocho meses. Ocho
meses de oscuridad y tinieblas. Al noveno por fin se hizo la luz. Lo bautizaron
con el nombre de Ítaca, aunque tan solo era el principio, pues muchos otros
barcos atracarían allí más tarde. Sin embargo, todos ellos tenían algo en
común: el mismo punto de partida, Ítaca, siempre Ítaca.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta
experiencia,
entenderás ya qué significan las Ítacas
“Ítaca”, C. Cavafis
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