El cuarto mandamiento dice: “Honrarás a tu padre y a tu madre”. Bien, hoy solo cumpliré
la primera mitad de la sentencia. No está de más recordar que padres podemos
ser casi todos (basta con una semilla y un recipiente que la aloje), pero un buen padre ya es otro cantar. Así, buen padre no es solo el que aporta la
simiente, sino el que además mima su fruto. En el ciclo de la vida, los
animales paren sus crías y enseguida se desentienden de ellas. Son ellas las
que deben salir del cascarón y aprender a volar solas. Los humanos, en cambio,
somos seres desvalidos durante nuestros primeros años de vida, por lo que necesitamos
el cuidado y cariño constantes de nuestros padres. Ya se sabe que eso de los
niños salvajes no suele acabar bien (miren si no a Rómulo y Remo). Existen, sin
embargo, otros que no abandonan el nido hasta los treinta (y a veces ni con
esas). Ni tanto ni tan calvo. Dejando de lado estas disquisiciones, volvamos a
los progenitores. No es casual este sinónimo, pues padre es “el que va por delante”, el progenitor. Como padres los hay por doquier, hablaré del mío, que
es el que mejor conozco.
Mi padre
siempre fue muy adelantado en todos los sentidos –hasta para llegar antes que mi
madre a la cuna cuando los desvelaba en aquellas noches de neonato–. Mis primeros
recuerdos con él se remontan a mis dos años de lector neófito, con la colección
de Teo (“los Teos”). Gracias a esos iniciales acercamientos germinó una segunda
semilla, la de mi afición por la literatura. Una pasión que mi madre remató con
su escrupulosidad ortográfica y estilística, de las que me contagié. Tras “los
Teos”, llegaron los cómics (Mortadelo y Filemón, Tintín, Zipi y Zape, etc.), los
libros infantiles (la serie de Gerónimo Stilton) y, por último, los platos
fuertes (Salinger, Verne, Conan Doyle, Galdós, Pérez-Reverte y otros tantos
gigantes literarios). Pero a un niño la cultura también le entra por los ojos,
y mi padre tenía una solución para ello. A lo Gary Cooper en Solo ante el peligro, me descubrió el
cine a través del western, un género
cuya gloria más reciente databa del 92, año en el que se estrenó Sin Perdón (no me extraña que se hable de
ella como “film crepuscular”). A principios del siglo XXI, cuando los millennial pasaban el testigo de
benjamín a los de la Generación Z, mi padre y yo volvíamos a los John Wayne y
Clint Eastwood de los cincuenta y sesenta. Así, nosotros nos plantamos en ese “maybe
times (are changing), not me” de Billy “el Niño” en Pat Garrett and Billy The Kid (1973). Sin el presupuesto de una superproducción, pero dotados de imaginación y creatividad, decidimos emular a John Ford recurriendo
a los indios y cowboys de Comansi.
¡La de tardes que nos echábamos tirados por el suelo, agazapados con nuestro
improvisado cañón de Airgamboy derribando aquellas figuritas cual soldados del
Séptimo de Caballería (o cazarrecompensas traicioneros)!
Todo el
mundo sabe que una gran banda sonora contribuye a crear una buena película. En
mi caso, nunca faltó. Quizá pueda perderme con la música actual, incluso admito
mi catetismo integral respecto al reggae, la bachata, el rap o el hip hop, pero en el tocadiscos de casa
siempre sonaba de fondo algo de los Beatles,
los Rolling, Pink Floyd, Led Zeppelin,
Ramones, Creedence, T. Rex, R.E.M. o Héroes
del Silencio. Ahora yo le doy un toque más personal con aportaciones de The Cult, Depeche Mode o Scorpions, pero a menudo guiado por la
melomanía paterna.
Aunque la
Biblia sostiene que “no solo de pan vive el hombre”, mi padre me ha enseñado
que se puede disfrutar del pan (y de la buena comida). Desde pequeño me inculcó
el arte de la gastronomía y del “buen yantar”, que todavía mantenemos en nuestras rondas de pinchos. Y, como me
encuentro sembrado con las citas, debo reconocer que hay que darle cierta razón
a Juvenal en eso del panem et circenses,
pues también nos une el fútbol, donde compartimos antimadridismo acérrimo.
Por si esto
fuera poco, gracias a su sana afición por el ajedrez, he aprendido otro de los
valores al que uno nunca debería renunciar: el no rendirse por muy agresivo que
sea el ataque del oponente.
Hoy, 3 de
agosto –aunque el artículo se vaya a publicar este domingo–, doy fe de que mi
padre jamás ha dejado de mimar su fruto. Afortunadamente, aún sigue haciéndolo,
aunque este último ya se haya salido del tiesto. Nunca trató de tentarme con el
lado oscuro del dinero, sino que me
ha ofrecido el mejor regalo que un padre le puede ofrecer a su hijo: su tiempo.
Por eso, hoy, el día de su cumpleaños (solo diré que cumple unos cuantos más
que yo), me he salido de la crítica más o menos mordaz y me he inclinado por la
vertiente sentimental. Debía y quería felicitarlo, acatando parte del cuarto mandamiento –mamá, te prometo que tú tampoco te vas a librar–; así que,
¡enhorabuena, papá!
Sociego,
Cosgaya, 4 de agosto (3 de agosto) de 2019
Y me voy a felicitar a mí misma por haber contribuido humildemente a tu afición lectora, pues recuerdo haberte regalado libros en más de un cumpleaños o reyes.
ResponderEliminarPrecioso homenaje a tu padre.