Aunque soy consciente de que hace
dos domingos anuncié que cesaba de forma temporal mi actividad bloguera hasta
septiembre, me veo inclinado a romper parcialmente mi promesa. Y es que en esta
ocasión no se trata de otro artículo, sino de una reseña cinematográfica. Como
sabrán los lectores más cinéfilos, la pasada semana se estrenó en España la
novena película del aclamado director Quentin Tarantino. Tarantino, de quien me
declaro seguidor desde Reservoir Dogs (1992), ha vuelto a la
pantalla grande como mejor sabe hacer, con una inmensa peineta al Hollywood
actual —el mismo estudio de los grandes magnates y de las nubes de algodón y
azúcar californianas—. Es más, Hollywood es el que intitula esta nueva
producción: Once Upon a Time In...Hollywood (Érase una vez
en...Hollywood). Pues bien, tal ha sido la fascinación que este film me ha
generado que me siento en deuda con él. Por eso, qué mejor modo de pagársela
que con esta crítica.
Ante todo, cabe mencionar que
resulta complicado definir las obras de Quentin Tarantino en unas pocas
palabras, ya que son productos híbridos, como si se hallaran formados por
diferentes piezas de un gigantesco collage. Sin embargo, si por
algo se caracteriza Once Upon a Time In...Hollywood, es por el
grandioso canto de cisne que constituye toda la película en sí. Ante un
Hollywood que asistirá atónito a uno de los asesinatos más mediáticos de la
historia reciente —y en cuya época se sitúa el film—, el de la prometedora
actriz Sharon Tate (Margot Robbie) a manos de la Familia Manson, Tarantino
compone una oda a la cultura norteamericana de finales de los sesenta. Bajo el
cálido sol de California, junto a las playas de la inigualable Costa Dorada y
con el beneplácito del American Dream, estrellas de la música y del
cine, poderosos empresarios y peces gordos de la industria, jóvenes talentosos
en busca de oportunidades, LSD y hippies y adorables vecinos con
perritos falderos convivían plácidamente en el año 69. Dentro de toda esta
microsociedad de triunfadores de la América moderna y liberal, Tarantino nos
presenta a sus dos personajes principales, Rick Dalton (Leonardo DiCaprio) y
Cliff Booth (Brad Pitt). Rick, un actor de seriales televisivos estadounidenses
venido a menos y alcoholizado, y Cliff, su doble de acción y mejor amigo,
pugnan por sobreponerse a toda la vorágine del californication.
Entre ese mundo a priori tan perfecto, da la impresión de que ellos no son más
que un par de elementos discordantes, un par de brochazos mal colocados en el
lienzo: Dalton, una vieja gloria progresivamente olvidada, y Booth, un
proscrito por el presunto asesinato de su esposa que pasa sus días en una
caravana destartalada y en compañía de un simpático pitbull hembra
con el revelador nombre de Brandy. Sobre ellos, se ciernen las imponentes
estampas de los personajes de Al Pacino, un productor cinematográfico, y Kurt
Russell, aquí jefe de especialistas de acción —y colaborador habitual de
Tarantino, por cierto—. La presencia de este par de veteranos intérpretes no
trasciende del mero cameo, que eclipsarían al resto (Bruce Lee, George Spahn,
Charles Manson, etc.) de no ser por el cameo en mayúsculas: Sharon Tate, difunta
esposa del director Roman Polanski. Y sí, aunque grande, es cameo a fin de
cuentas, pues creo que no acapara el suficiente tiempo de cámara como para
considerarla coprotagonista —si acaso secundaria «de lujo»—, tal y como la
promoción nos había ido vendiendo. De cualquier manera, el personaje de Tate no
deja de ser un añadido hasta los últimos tres cuartos de hora.
En cuanto a la trama, en ese
sentido mi opinión coincide con la de muchos críticos —de quienes no siempre
conviene fiarse demasiado—, pues esta transcurre de forma pausada y dulce
(para tratarse de Tarantino). No obstante, este planteamiento posee su razón de
ser. Como reza el título, Quentin Tarantino se recrea durante largo rato en
el érase una vez. Así, nos sitúa en el Los Ángeles de la época,
describiendo un amplio recorrido por los letreros de Sunset Boulevard, las
carreteras de California, los sets de rodaje de los grandes estudios y las
colinas de Beverly Hills y Rodeo Drive al son del Mrs. Robinson o
el California Dreamin'. De hecho, tras semejante exhibición, en
algún momento dado puede parecer que la cinta ha perdido el rumbo y ha agotado
sus ideas, atascada entre tanto garito cabaretero, encuentros inesperados y los
devaneos existenciales de Dalton, que acabará siendo tratado por una cría
actriz con vocación de psicoterapeuta. Pero, más allá de todo este particular
homenaje de alusiones, metarreferencias a otros proyectos «tarantinianos» y
juegos de espejos entre realidad y ficción, la corriente impulsa este «yate
californiano» y, suavemente al inicio pero in crescendo según
se aproxima el final, Tarantino lanza su estocada final. Porque Érase...
se ambienta en unos hechos concretos que, sucedieron realmente, pero ¿y si la
constante amenaza que se cierne sobre Tate y sus colegas y que el público en
general ya conoce quedara neutralizada? Se preguntarán cómo y, si desean la
respuesta, acudan a los últimos minutos de la irreverente Malditos
bastardos (2009). Tan solo digo: imagínense la mala baba de un chucho
que protege a su amo, hasta las trancas de alcohol y droga, y la furia ardiente
de un tipo que acaba de sufrir allanamiento de morada mientras disfrutaba de
una copa en su piscinita privada. Sumen además a este cóctel molotov lo
que la «graciosa» mente de Su Majestad Quentin Tarantino pergeñe. Bien, pues ya
pueden intuir por dónde irán los tiros.
Así, la misma violencia que marcó
el fin de una era, la pérdida de esa inocencia frívola del Hollywood sesentero
por el asesinato de Sharon Tate y sus amigos a manos de la Familia Manson en su
propio chalé, podría haberla perpetuado un poco más. Por eso, me guardo el
mensaje final: ¿y si todo hubiera quedado en simple anécdota? Nunca se podrá
saber qué habría pasado después, pero la sensación es que de uno u otro modo
tuvo que haberse arreglado a sangre y fuego.
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