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Imaginen por unos momentos
que un día un amigo, un buen amigo, les anuncia que tiene cáncer de
pulmón. En la consulta le han informado de que el tumor es inextirpable y la
metástasis avanza. Antes de llevarse las manos a la cabeza y empezar a
compadecerlo, piensan cómo es que le ha tocado a él la papeleta. ¿Genética
infausta? ¿Puro azar? Pero no, se dan cuenta de que la razón es mucho más
evidente. El amigo fuma mucho, demasiado. Y no solo eso, sino que
yendo más allá se reconoce en sí mismo como el que lo inició
en ese “maravilloso” mundo. Por entonces, ustedes aún eran jóvenes y creían que
iban a comerse el mundo. Además, otro amigote suyo trabajaba en
una empresa de cierta marca tabaquera por aquellos tiempos. El
tipo poseía un buen puesto y se pirraba por vender la mercancía para
quedar bien con el jefe. Algo así como un camello con corbata. Usted, por
hacerle un favor, le compraba con frecuencia cajas de tabaco. Se podría
decir que le estaba vendiendo humo. Lo peor de todo esto es que la
práctica totalidad del daño se lo embolsaba su amigo el fumador. Usted
tan solo era el eslabón intermedio en la cadena. Aun así, se sentía tan
orgulloso, creyendo que se hacían un gran favor entre ustedes.
Pero fueron pasando los años y
su amigo seguía fumando y fumando. A pesar de ello, usted se mantuvo impasible,
no siendo consciente o no queriendo serlo del peligro que corría la salud de
su compadre. Hasta que llegó el cáncer, el dichoso cáncer. Ahora ya no
tiene remedio. Se ha desencadenado el principio del fin. ¿De veras va a
ser tan cínico de rasgarse las vestiduras y arrepentirse de su pecado?
Ignoro si se habrá dado un
caso así en la realidad. Lo que sí sé es que veo a la Tierra, a nuestra Tierra, reflejada
en el pulmón seriamente perjudicado; y a nosotros, la sociedad
en conjunto –que no entiende de banderas ni barreras–, como el propietario
de ese maltrecho pulmón. A los otros dos personajes pónganles ustedes
nombre, pero ya podrán intuir quiénes son.
Sociego,
Burgos, 1 de septiembre de
2019
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