Hace poco tuve una anodina, pero a la vez provechosa
conversación en la que se pronunció lo siguiente: “A mí es que me aburren las
películas. Yo en mi tiempo libre lo que hago es mirar el móvil –las historias
del Insta– o me doy un atracón de series”. El extracto, lógicamente,
corresponde a la contrarréplica de mi interlocutor al saber de mi afición por
el cine. Como por deferencia no quise ahondar en ese momento, permítaseme que
lo haga aquí y ahora.
Antes de nada, quede por delante que cada cual tiene
derecho a matar el tiempo como le plazca, pero uno también tiene derecho a
reflexionar libremente, así que ¿por qué no ejercerlo? Aclaradas las cosas,
pasemos a hablar de lo que subyace a esa afirmación. Y es que su autor no es
más que otro practicante de lo que se podría denominar ocio autómata.
Esta nueva modalidad de ocio es consecuencia directa del mecanicismo de
la sociedad actual. En un sistema social donde la educación cada vez se
encuentra más condicionada por la dinámica de un mercado tecnocrático, es ineludible
que se acabara llegando a esta situación. En los empleos del ahora y del postahora
(no me gusta la palabra futuro) prima, en general, la técnica sobre la
inventiva –esta última solo al alcance de una elite–. Así, habiéndose impuesto
este panorama, prolifera una burda tergiversación del tópico “El tiempo es
oro”. Sepan que, encima de tediosas, las películas le producían la sensación de
estar perdiendo el tiempo. Lo que más me duele es que la traicionera versión de
este mensaje fomente ciertas tareas estúpidas que abocan a los alumnos a deglutir
el filete sin masticar. A ello se le une la saturación de actividades
extraescolares a las que muchos padres equivocadamente condenan a sus hijos.
Entre esas extraescolares, sirva como ejemplo la degeneración de las lenguas,
como el inglés, reducido a interminables ejercicios de rellenar huecos. De
manera inevitable, el negocio –“no ocio” para los antiguos latinos– ha
terminado por absorber e infectar el ocio.
Hoy el ocio, en
gran parte de los casos, se limita a una serie de pasatiempos banales, como los
recogidos en la declaración del principio. Resulta revelador comprobar que ese
par de acciones consistan fundamentalmente en darle a un botón con forma de
pulgar levantado o a empapuzarse a base de series que parecen cortadas por un
mismo patrón. De hecho, dudo de si muchas de esas series que se tragan los
adolescentes realmente se disfrutan. A veces tengo la impresión de que se trata
de una mera competición para determinar quién tiene la vida más trágica de
todos. ¿De verdad son capaces de devorarse quince capítulos en tres tardes y no
de “aguantar” un par de horas en una sala de cine? Supongo que la respuesta se
resume en que el cine, salvo las producciones palomiteras, requiere de un par de facultades que estos sucedáneos
de terapia psicológica no: concentración y paciencia. A ello se
añade el hecho de que las salas de cine cada vez se parecen más a la barra de
un bar (o al patio de un colegio). A los clásicos habituales como los trituradores
de palomitas o los pataletas se suman los “recién caídos del cielo”,
esos individuos que se llevan el picnic completo y, de paso, al
amigo-psiquiatra al que cuentan sus dramones vitales.
Me produce verdadera lástima presenciar el declive del
ocio tal y como se ha entendido siempre. ¿Qué diría Bukowski? Probablemente
estuviera muy decepcionado, pues el cine, en caso de ser una “pérdida de
tiempo”, es una gran forma de no aburrirse. Quizá la mejor opción para cultivar
el noble arte de “rascarse los sobacos”. Y, si prefieren divertirse de otro
modo, respeten a los que pasamos de automatismos.
Sociego,
Burgos, 13 de octubre de 2019
Sin olvidar que el cine es el Séptimo Arte. Con mayúsculas, aunque, como en todos, siempre hay "entusiastas" que lo degradan.
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