Recuerdo haber visto un capítulo de Los Simpson (que todo lo predicen) en el que el Sr. Burns mostraba a Homer una sala repleta de monos esclavizados con máquinas de escribir. La comicidad de la escena se resume en el momento en el que el Sr. Burns, jefe de los primates "en precario”, castiga a uno de ellos cuando, en su intento por concebir la mejor novela jamás escrita, cambia el comienzo de la mítica Historia de dos ciudades, de Dickens: “It was the best of times, it was the blurst of times” (blurst en inglés designa la variante “bastarda” de worst, `peor´). Todo es una parodia del llamado “teorema del mono infinito”, que, según su formulador (un tal Borel), postula que un mono aporreando teclas al tuntún en un tiempo ilimitado es capaz de escribir –casi con toda certeza– cualquier texto imaginable. Así, todo mono escribiente ad infinitum es un potencial Shakespeare o Cervantes. Claro que, para Borel, se trata de toda una parábola “a lo bestia”. Él tan solo buscaba ilustrar la magnitud de un suceso cuasi imposible.
El mono infinito del siglo XXI ha bajado del atril. Ahora se sienta en pupitres, en escritorios de redacción, en sofás de salón, etc. Conozco de primera mano a este espécimen contemporáneo y sé por dónde prolifera.
Por ejemplo, en la universidad. Todos nos hemos topado alguna vez con profesores “PowerPoint”, esos que se dedican a dar la clase con un mando y un puntero y que son incapaces de salirse de la dictadura de la diapositiva. Se supone que uno de los objetivos de la formación académica es fomentar la información selectiva por parte de los alumnos. Para los profanos: que uno aprenda a separar la paja del grano (nunca mejor dicho). En este sentido, el “mágico método PowerPoint” está obstaculizando la adquisición de esta habilidad. Los estudiantes actuales carecen en general de criterio propio para cribar los datos que reciben. Tanto es así que alguno llega incluso al punto de copiar el ISBN de la obra de donde se ha extraído cierta cita. Pese a las quejas de los docentes respecto de este asunto, creo que aquí nadie está libre de culpa: por un lado, el PowerPoint acaba siendo una pobre imitación del reflejo condicionado de Pavlov (“lo que digan las diapositivas”); por otro, la consiguiente inmadurez entre sus pupilos, que no salen de “lo que hay en el PowerPoint” y luego berrinchan cuando no consiguen la nota que esperaban. Lo dice Sartori en su ensayo Homo videns: la sociedad teledirigida (1997): cuando la imagen –lenguaje visual, perceptivo– destierra la palabra –lenguaje conceptual, abstracto–, algo está funcionando mal en la evolución humana.
Pero no solo en el ámbito educativo abundan estos infelices aporreateclas. Ahí tienen si no a los periolistos de actualidad –que no de calidad–, a todos aquellos que se han subido a la ola de los populismos –devotos de las soflamas de sus líderes supremos– y demás fauna, que hacen honor de esta neoespecie. El cambio empieza desde el atril, del mismo atril del que el mono contemporáneo ha desertado. No queremos futuros profesores que perpetúen el círculo y que parezcan impartir la clase como el que dicta el verbo inmutable de las Sagradas Escrituras. Hay que enseñar a cribar.
De momento, los filtros de muchos padecen fugas en sus redes neuronales. Desconfíen de la información ya masticada. Conviene una segunda –e incluso tercera–deglución. Así que, alumnos, no se dejen llevar por los mandamientos de la tiránica diapositiva; así que, ciudadanos, no se basen en las imágenes ni en las falacias de los populismos. Basta de papagayos, basta de adeptos al Mundo Sensible de Platón. Revisen sus filtros y procuren no atragantarse con la paja, por favor. Al fin y al cabo, la Historia no la escriben los monos.
Sociego,
Burgos, 17 de noviembre de 2019
El dedo en la llaga.
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