Observo con cada vez más frecuencia gente que acude a espectáculos públicos (salas de cine, representaciones teatrales, conciertos, etc.) provista de su teléfono móvil. Es evidente que todos salimos a la calle con nuestro móvil, porque puede resultar útil e incluso de extrema necesidad en caso de urgencia. Lo que no entiendo es la constante presencia de pantallas iluminadas en momentos improcedentes.
Sin ir más lejos, recurriré a un ejemplo tan cotidiano que seguro que todos hemos vivido en algún momento. Uno va al cine, atraído por alguna oferta de la cartelera (o simplemente porque tiene ganas de pasar un rato desconectado de sus preocupaciones mundanas), paga su entrada (nada barata, por cierto) y se apoltrona en su sillón correspondiente cara a cara frente a la gran pantalla. Lo mínimo que puede hacer es aprovechar la previa de los anuncios para silenciar su pequeño apéndice digital –milagro sería si se dignase a apagarlo–. Una vez reconciliado con la realidad, debe ahora mentalizarse para un esfuerzo de evasión. Cuando desaparezca ese cochazo de triunfador o ese sempiterno “próximamente en cines” tras fundido a negro, habrá de diluir su propia persona y dejarse arrastrar por la musa del celuloide –permítanme el fichaje de la décima– hasta otra dimensión. Si se logra, el disfrute está casi garantizado (el que sea total depende de la calidad de la película). Pero, igual que el gallo cantarín o el despertador que nos saca de Hipnolandia todas las mañanas, esta provisional emancipación del yo se complica si a retaguardia, a los flancos y/o a vanguardia sufrimos la presencia de algún iluminado. Iluminado es todo aquel que incurre en la paradoja de la invasión dentro de la evasión. Se lo identifica enseguida: es molesto, hiperactivo, de risa fácil –y bobalicona– y muy muy irritante. Suele consultar el móvil de manera frenética, pendiente de los mensajes cuñadistas del grupo de WhatsApp, de los trending topic –“comidilla” le suena anticuado– del Twitter o de los goles de su equipo; y, para colmo, paga infelizmente una entrada con la presunta intención de aislarse del exterior unas dos horas. De vez en cuando, durante la sesión, suelta una carcajada estúpida o analiza al compañero de butaca –porque a veces irrumpen con toda su legión– una escena para que todos los demás, que carecemos de la facultad del análisis sesudo, nos enteremos. ¿Qué sería de nosotros sin su sapiencia iluminadora? Ya ven qué fácil es meterse en la película.
Por desgracia, los iluminados proliferan también en teatros, auditorios, pabellones, odeones y demás. Algunos son los mismos que acuden a los cines, otros parecen haberse conjurado con aquellos para perpetuar la invasión de nuestra evasión. Porque eso es lo lamentable: si ellos pagan para seguir mirando la pantalla mientras el arte desfila ante sus ojos, es su problema. Lo que es inadmisible es que arruinen el espectáculo a los que hemos pagado por disfrutarlo. Todos sabemos que las drogas y el alcohol son nocivos para la salud. A pesar de ello, son legales. Si uno quiere pincharse, se pincha su vena; si uno quiere esnifarse unas rayas, las aspira con su nariz; si uno quiere drenar hasta el agua de los ríos, lo drena con su hígado. De momento el uso indiscriminado de los móviles en actos culturales es también legal. Pero si uno quiere someterse a la dictadura del big data y los algoritmos, ¿por qué no lo hace en privado?
En la Grecia clásica, los polítes compartían la catarsis mientras veían lo último de Esquilo, Sófocles o Eurípides; en la antigua Roma, los civites se recreaban juntos con las comedias de Plauto y, más adelante, en la Roma imperial, con las luchas de gladiadores o las carreras de cuádrigas; en los corrales de comedias de los Siglos de Oro en España, los compadres abarrotaban los patios vecinales para disfrutar de los pasos de Lope de Rueda, de las tragedias de Calderón o de las comedias de Lope de Vega; durante el periodo isabelino y comienzos de la dinastía Estuardo, los londinenses cruzaban el Támesis y se instalaban en el Globe para admirar lo nuevo de “el Bardo”; y, no hace mucho, en pleno siglo XX, las salas de Sunset Boulevard y Manhattan presentaban lo más puntero de los Ford, Hitchcock, Kubrick, Woody Allen, Scorsese, Spielberg y cía. Hoy, siglo XXI, aún existe y seguirá existiendo el espectáculo. Lo que hay que plantearse es cómo queremos presenciarlo: ¿desinvadidos de la evasión o evadidos de la invasión?
Sociego,
Burgos, 24 de noviembre de 2019
Comentarios
Publicar un comentario