
En un cada vez más remoto 1982, se estrenó Blade Runner –la mejor película que he visto jamás–, que se ambientaba en un futurista Los Ángeles un noviembre de 2019. Pues bien, esa fecha ya ha llegado y estos días se ha celebrado la efeméride contrastando el futuro que presentaba la cinta con el futuro real, que ya es presente. Además de la atmósfera opresiva y la lluvia perpetua –en la película, secuelas de la radiación de una guerra nuclear–, que llegarán con el cambio climático; y la orientalización de la cultura occidental –ya ven lo que le repatea a Trump que China le coma la tostada–, quizá la predicción más inquietante sea la búsqueda de una identidad de la que los personajes carecen.
En el universo de Blade Runner, la biotecnología ha avanzado tanto que se fabrica un tipo de androides con rasgos genéticos sobrehumanos, los replicantes modelo Nexus 6. Sin embargo, el talón de Aquiles de estos súper hombres es que les falta algo muy importante que los equipare con las personas: identidad. Para intentar paliar esta deficiencia, sus diseñadores les implantan recuerdos artificiales. No obstante, a los replicantes les sabe a poco y por eso intentan completar su ser coleccionando fotografías. Mediante la reconstrucción imaginaria de un pasado que nunca tuvieron, la imagen es para ellos un sucedáneo de la memoria, un pseudorecuerdo.
No quiero destripársela –véanla–, pero permítanme que rescate las últimas palabras de Roy Batty, el líder de una banda de replicantes disidentes: “All those moments will be lost in time, like tears in rain”. Y es que este monólogo final ante Deckard, el policía encargado de “retirar” a ese grupúsculo de rebeldes, representa la desaparición de lo único que ligaba a Roy a la humanidad: sus memorias. Él se resiste a morir y aspira a dejar un humilde legado mediante una breve relación de sus vivencias –las reales, no las implantadas–. Me apena pensar qué diría hoy si viera la errada aplicación de su mensaje. Ya se sabe que vivimos en una época donde existe la constante e imperiosa necesidad de fotografiarlo todo. Prolifera el disparo a discreción y sin ningún criterio estético o emocional que genera cincuenta imágenes más modelo Google (del Coliseo, de las grandes pirámides o un clásico como la dichosa Gioconda). Un paréntesis: este verano, mientras visitaba la galería del palacio Belvedere, en Viena, me topé con más de un turista –insisto: turista, no viajero– que se tiraba estúpidos selfies con El beso de Klimt. Alguien dijo una vez que “mucha gente solo viaja para luego poder contarlo” (brillante frase, por cierto). Yo precisaría aún más: mucha gente solo viaja para luego compartir sus fotos en WhatsApp y RRSS. Ya son pocos los que se quedan extasiados viendo brillar rayos C cerca de la puerta de Tannhäuser y no lo sacan con la Canon; o los que contemplan las naves en llamas más allá del hombro de Orión y no lo graban con el iPhone. ¿Qué decir de la figura del viajero romántico, de un lord Byron en el Partenón de Atenas o de un Washington Irving en la Alhambra de Granada? Ahora, las agencias de viajes te ofrecen experiencias “únicas”. Me sorprende lo de únicas, teniendo en cuenta que todos acabamos visitando los mismos monumentos, haciendo las mismas fotos de rigor e incluso comiendo en el Starbucks o el McDonald´s de turno. En fin, que más vale una instantánea para la historia que una historia para el Insta.
Este verano, mientras hordas y hordas de turistas “disfrutaban de experiencias únicas”, nos dejó Rutger Hauer, actor que interpretó al replicante Roy en la inigualable Blade Runner. Rutger era sinónimo de Roy; Roy, de Rutger. Si Rutger/Roy resucitase en este noviembre de 2019, probablemente dijera: “fluyan mis lágrimas”. Acto seguido, volvería a fundirse con la eterna lluvia. Él murió buscando su identidad, nosotros aún estamos a tiempo de recuperarla antes de que sea demasiado tarde.
Sociego,
Salamanca, 10 de noviembre de 2019
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