Dos semanas ya desde que murió y ahora
que ya no está ni vivo ni muerto, pues es espectro, yo, de una forma un tanto peculiar,
me he propuesto atraparlo.
Mi misión se antojaría fácil si no
fuera porque, para empezar, estoy seguro, o casi, de que él habría desaprobado
lo que trato de hacer. Para alguien que, como él, ya no puede gozar de ellos, los
elogios representan una vileza, así que, si alguna vez caigo en la loa, quede
claro que no pretendo entrar en la improcedente pompa de glucosa verborreica en
la que, cada vez que alguien admirado fallece, allegados y admiradores se desviven
por demostrar su cercanía y afecto por el finado. Así pues, es esencial para el
éxito de mi esforzada empresa que vadee el pecado que el espectro combatió y al
que todos los corpóreos, cuando escribimos o hablamos, estamos expuestos: el
exceso del yo. Con todo, la naturaleza de mi cometido (y mi odiosa condición
individual, para qué negarlo) me torna irremediablemente propenso a esta falta.
Como ven, las probabilidades de fracaso son bastante altas. Por tanto, lo más
conveniente para mis objetivos es que yo (¿ven qué pronto ya yerro?) me
difumine para morar en su zona fantasma. Este gesto, además de una
cuestión de deferencia para quien ya no cuenta con su cuerpo, es también, lo
confieso, una pequeña artimaña. Y es que cada vez que este espectro escribía en
su columna abandonaba la indefinición que caracteriza a sus semejantes, los
incorpóreos, y en lúcidas argumentaciones nos regalaba un reflejo de las opiniones
y visiones de muchos de los que sufrimos la tierra, volviéndose por momentos
diáfano y, por tanto, descifrable y definido. Queda claro, pues, que mi estrategia
pasa por hallar cualquier indicio de su tangibilidad.
Tirando de este cabo, me encuentro
con su voz —a saber a qué mortales se dedicará ahora a acechar como buen fantasma—
una voz dubitativa, tanteando como Montaigne desde su torreón, e incansable perseguidora
de servidores civiles (o inciviles) e incívicos ciudadanos con quienes compartimos
acera, barrio, villa, país o planeta ahí fuera, donde reinan el estruendo y la confusión,
el ruido y la furia. No puedo, sin embargo, localizar lo que ahora será
ululato: su celosa privacidad lo mantuvo apartado de las redes sociales, en las
que muchos dejan más huellas de las que creen y que, sin duda, me lo habrían
puesto mucho más fácil. De nuevo, pierdo el rastro y, pensando en mi situación,
me identifico con el febril «Marcel» al comienzo de Por la senda de Swann,
molesto por las tantas trabas que lo separan de su querida madre, demasiado
lejos y demasiado alejada de él por la alcoba, la puerta, el corredor, las
escaleras y los invitados en el salón; así yo también quisiera disipar esas
capas de bruma en las que flota mi presa, que, si ya era escurridizo, ahora que
ya no está aquí, ahora que es espectro (y sombra y, tal vez, adiós),
más lo es aún —esquivo y elusivo, y ahora para siempre en la línea de sombra—.
Con la ventaja del tiempo, me doy
cuenta de que debimos haber tomado más en serio sus palabras cuando advirtió en
su «poética» (y que se manifieste por un momento para darme un coscorrón por el
término), «Errar con brújula», que allá donde se diera lo acontecido y, sobre
todo, lo no acontecido se encontraría él, especulando sobre las presencias, las
tangibles y las intangibles, todas fantasma, de unos individuos que están y no
están, que callan y revelan, que guardan secretos y deslizan confesiones, que
albergan traiciones e incurren en delaciones y que son, en definitiva,
transparentes y opacos, como él. Gracias a esta idea, en la que el espectro se
declara una especie de doctor Strange de la narrativa, puedo delimitarlo un
poco más a través de su ficción con lo que llamo, de forma indeseablemente reductora,
«fórmula» de la triple p: lo posible, lo probable y lo proyectable. Aunque
pobres, estas definiciones me permiten al menos progresar en mi tarea (¿seré alguna
vez capaz de concluirla?). Pero su escritura era más que eso —ya les he dicho
que no iba a ser tan sencillo atraparlo—. Su mimo de la lengua, en ocasiones caprichosamente
severo, era una prolongación de su estilo, atento a lo que se expresa pero
también a lo que hay tras lo que se expresa, consciente de que la selección de
un término o de una construcción sintáctica implica decantarse y delatar, pero
también ocultar. O concretar perdiendo matices, de ahí —ahora lo veo— la
futilidad de mi empresa.
Admitida, pues, mi impotencia, debo
también revelar mi envidia por los tres Marías supervivientes y los amigos de
Javier, que, afortunados ellos, juran haberlo llegado a conocer (¿por qué no asumen
ellos mi cometido?). No obstante, y para mi egoísta alivio, no soy el único al
que ha legado un problema. Veinticinco años después de su nombramiento, el rey
de Redonda se va sin sucesión. Por eso, quizá sea buen momento para aprovechar y
proclamar la república. En cualquier caso, de designarse finalmente un
heredero, vaya por delante mi sugerencia: propongo que al próximo monarca se lo
ponga también al frente de la Guardia de la Noche, donde vele por la convivencia
entre los corpóreos y quienes sea que habitan al otro lado, pues esto es lo que
Xavier I acostumbraba a hacer, de una manera más o menos figurada, cuando se
sentaba a escribir sus narraciones. Mientras tanto, y esperando que ninguno de
los alcohólicos adláteres del felón John Gawsworth reclame el trono, yo,
cazador incapaz que da ya por perdida su misión, me consuelo con rescatar el reguero
de tinta del espectro en estos tiempos a veces tan hostiles a la honestidad en
los que no muchos se atreven, con todas las consecuencias, a ser como él, Javier
y Marías y franco.
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