ERUDITOS A LA VIOLETA

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En el siglo XVIII, el escritor español José Cadalso publicó Los eruditos a la violeta, una breve sátira contra los pedantones. Era –y es– este un espécimen muy castizo, aunque en el fondo también universal.  
Hace poco, un amigo y colega de la universidad me hablaba de sus compañeros de clase y me contaba lo mucho que le repatean aquellos que, a las explicaciones del profesor de turno, aprovechan para saltar con una intervención que pruebe sus vastos (y bastos) conocimientos. Su crítica se apoyaba en lo intranscendente de ese tipo de aportaciones, motivadas tan solo por el afán de demostrar un bagaje impostado. En muchas ocasiones, sus presuntas lecturas son fruto de visiones superficiales e incluso vacuas. Por ello, creo que es preferible (sigo aún con la muletilla de Bartleby) una intervención a lo “discípulo de Juan de Mairena”, originada a partir de la más pura e inocente lógica. Sirva de ejemplo el pasaje en el que uno de sus pupilos reflexiona sobre la verosimilitud del teatro: 
— (...) No es, en verdad, admisible que un personaje hable consigo mismo en alta voz cuando está acompañado, ni aun cuando está solo, como no sea en momentos de exaltación o de locura. 
— (...) Pero ¿usted no ha reparado todavía en que casi siempre que se levanta el telón o se descorre la cortina en el teatro moderno aparece una habitación con tres paredes, que falta en ella ese cuarto muro que suelen tener las habitaciones en que moramos? ¿Por qué no se asombra usted, de esa terrible inverosimilitud?  
—Porque sin la ausencia de ese cuarto muro (…), ¿cómo podríamos saber lo que pasa dentro de esa habitación?  
—¿Y cómo quiere usted saber lo que pasa dentro de un personaje de teatro si él no lo dice? 
 Aunque el maestro se acaba anotando el tanto, la reflexión del alumno lo vale. No en vano el propio Machado defendía que tal vez la esencia de la buena enseñanza consista en criar cuervos que te sacarán los ojos. Y, en esa línea, opino que uno debe aprender a dudar de todo, a ser cartesiano y a la vez socrático. Se ha de hurgar en las “entrañas” de las lecciones, ponerlo todo en cuestión, pero siempre mediante el poder de la razón. Es obvio que también la memoria juega un papel fundamental, pero a veces esta solo se emplea para rescatar citas eruditas y pseudointelectualoides que no llevan a nada.  
Woody Allen suele burlarse en sus películas de todos esos pseudointelectuales que alardean de filosofías existencialistas, deconstructivistas, posmodernistas y todo ista que se precie con su correspondiente sofisticación. De hecho, estará de acuerdo con que enturbian y corrompen el auténtico espíritu del conocimiento, el del hombre “leonardista” –saber muy poco de mucho–. Estos no cumplen ni lo uno ni lo otro. Es intolerable que se crean con licencia para opinar sobre todo. Por cierto, que en España el individuo que incurre en lo anterior tiene un nombre: cuñao. Solo el verdadero sabio sabe (valga el políptoton) que el conocimiento requiere prudencia; más aun partiendo de que todo es matizable, corregible y, sobre todo, relativo. Decía Oscar Wilde que la verdad raramente es pura y nunca simple. Asimismo, otra frase atribuida a Aristóteles reza lo siguiente: “el ignorante afirma, el sabio duda y reflexiona” (ya ven que hasta para citar conviene ser prudente). Pues esa es precisamente la naturaleza de los eruditos a la violeta: creen saberlo todo cuando en realidad no saben de nada. Pero ¿acaso se puede afirmar que se sabe con certeza?  
Los eruditos a la violeta de hoy son fáciles de identificar. Los hay en el común de la sociedad y en círculos más “selectos”. A estos últimos los llaman tertulianos. Aunque sean cosa del pasado –y del presente–, no les quepa duda de que seguirá habiéndolos en un futuro, puesto que forman parte de la condición humana. Mientras tanto, a los demás no nos queda más que disfrutar del placer del conocimiento en sí, “la connaissance pour la connaissance”. Cada uno con lo suyo, que se recree con lo que más le satisfaga, pero siempre sin perder de vista el ideal del Leonardo renacentista. Ah, y no se olviden de asumir su propia ignorancia; pues, si esta fuera un delito, a los incultos se los acusaría de uno grave con prisión permanente, mientras que a aquellos que lo son algo menos, de uno leve con posterior absolución. Porque, al fin y al cabo, no queda más que convivir con ella. 

Sociego, 
Burgos, 29 de diciembre de 2019 

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