Leía esta semana por primera vez una novela corta pendiente desde hace tiempo: Bartleby, el escribiente, de Herman Melville –autor de la célebre Moby Dick–. Lo cierto es que ha resultado una lectura muy provechosa. Amén de la forma de narrar, de la que uno extrae jugo para crear su propio estilo, es una obra profunda y rica en matices. Sin entrar en mayores detalles, cuenta la historia del dueño de una oficina de Wall Street que contrata a un escribiente para que lo ayude a él y a sus compañeros en las tareas del negocio. El nuevo empleado, Bartleby, asume como un autómata las labores inherentes a su puesto. Enfrascado en el más puro mecanicismo, se encierra en su propio universo, separado de los demás por un biombo. En las pocas veces que abre la boca se limita a decir un “Preferiría no hacerlo” (I’d rather not to, en versión original) que ha pasado a la historia de la literatura como epítome de la pusilanimidad. Decía Borges que este relato es un precedente de La transformación, de Kafka. Sin embargo, se cree que es casi imposible que el checo conociera la obra de Melville (hermosos caprichos del destino).
Me gustaría destacar el comienzo, en el que se nos describe el espacio circundante al lugar principal de la acción. Apenas con unas observaciones, nos enteramos de que la ventana desde la que trabaja Bartleby da a un patio interior cercado por muros: uno de ladrillos, otro negro y otro de un anodino blanco. Primer indicio del sentimiento que predomina en la oficina: la claustrofobia. Pero me interesa sobre todo el tercer muro, el blanco. Desde el primer momento, el narrador –que, en este caso, coincide con el personaje del empleador de Bartleby, el jefe del bufete– rehúsa entrar en más detalles. Y es que uno tiene la impresión de que el blanco lo repele. Ahí es donde reside la clave. El blanco es el color que todo lo absorbe –el rasgo de Bartleby que más se enfatiza es la palidez de su cara– y que luego expulsa más o menos “digerido”. Así, atrapado en una dinámica absurda –kafkiana– de rutina, el escribiente nos invita a cuestionarnos qué es realmente lo absurdo: ¿su actitud o la vorágine del sistema del que depende para subsistir? Es reveladora la preferencia (al final Bartleby le acaba pegando a uno su muletilla) del blanco frente al negro, pues el primero “vomita” todo lo que engulle el segundo. Según Einstein, el amor mueve el mundo; y Unamuno, en Niebla, dice que el aburrimiento es el fondo de la vida y el que ha inventado, entre otras cosas, el amor. Luego concluimos que el origen de todo, la “turbina mundial”, es el aburrimiento. Ya le ocurrió a Dios, que al séptimo día se aburrió de crear el mundo y descansó.
Pero imaginen el caos que reinaría si todos optásemos por nuestro particular “Prefería no hacerlo” (“preferiría no: amar, trabajar, pagar mis impuestos, comer, nacer y morir...”). Hasta el propio Dios colapsaría, ya que el único que podría permitírselo es él. Así que el blanco –el aburrimiento– tragaría todo y nos lo devolvería “procesado”, como fuerza de la que emana lo demás: Dios y el domingo, el amor, el dinero, los vicios, la antítesis blanco/negro, etc. Por eso, quizá nosotros, como el empleador, abrazamos el negro, el que “traga” sin rechistar todo lo que deglute su antagonista. ¿Por qué entonces rechazamos lo oscuro, lo negro, cuando lo más espeluznante es lo claro, lo blanco? Vaya paradoja.
Después de todo, creo que Bartleby, el escribiente es uno de los relatos más escalofriantes jamás escritos. Porque lo terrorífico viene de la propia normalidad: “la mayor ventaja de los monstruos es la ceguera –blanca, como la de Saramago– de la gente racional para creer en ellos” (adaptación libre de una cita de The Outsider, de Stephen King). Por cierto (ojo que viene un destripe), que Bartleby acaba muriendo y el mundo sigue girando sobre su eje. Quizá si todos hiciésemos como él, a la Naturaleza no le importaría. Es más, a lo mejor incluso lo agradecería.
Sociego,
Burgos, 22 de diciembre de 2019
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