En cualquier película de mafiosos (The Godfather, A Bronx Tale, Goodfellas, The Irishman, etc.), el don siempre cuenta con matones, con un chico de los recados, con un piltrafillas o con el fanfarrón de turno que le arreglan los desaguisados –sabotaje a la competencia, extorsión o paliza a modo de “aviso”–.
Toda organización, criminal o civil, se constituye en torno a un líder, un tipo carismático que aglutina a una serie de adeptos a la causa. Muchos de estos lo siguen adocenados por su propia falta de carisma, por su pequeñez de alma, que busca en la de otro el remedio de sus carencias. Pero otros, pocos, se abonan al dicho de “Al que a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija” –leísmo incluido–. Y es que siempre hay un subalterno, un adlátere, que no tiene nada que envidiar a las cualidades del jefe. Suele tratarse de un personaje esquivo, a veces insidioso, perspicaz y muy muy agudo. El titiritero, el cerebro en las sombras. Le va lo de instigar y azuzar a sus perros de presa para que se enzarcen en dentelladas contra otros de su misma especie, pero él por su parte procura contemplar el espectáculo desde la barrera. Ofrece su cabeza a la corona, pero no para ser coronado. En el peor de los casos, es un Yago; en el mejor, un Cayo Lelio.
Para desaletargar al rebaño, conviene un Cayo Lelio antes que un Yago. Toda agrupación de individuos necesita de un personaje de este calado. Así, si presuponemos que la función del pensador debe ser la de avivar la conciencia colectiva, más vale que emane de una mente bienintencionada. No todos los pensadores son artistas, pero sí todos los artistas son pensadores. De estos últimos, los artistas, existen tres clases: los que crean en sí, estetas; los que crean para sí, ascetas; y los que crean para los demás, sociales. De los dos primeros no corresponde hablar en este artículo. Sí, en cambio, de los terceros. De ahí la importancia de la nobleza de sus intenciones. Por artista social se puede considerar hasta Hitler, autor de un célebre panfleto ideológico, o a Ted Kaczynski, alias “Unabomber”, asesino en serie que redactó un manifiesto en contra de la sociedad industrial contemporánea. Pero si lo que se espera de una comunidad es que sea bondadosa y comprensiva no se puede tomar a Hitler o a un sociópata como referentes. Todo esto viene a cuento del adlátere del párrafo anterior. Vivimos en tiempos inciertos –¿qué época no lo ha sido?– y la Historia nos demuestra que en estas situaciones se requieren líderes que tiren del carro. Pero para ello es indispensable una revolución intelectual, un despertar de las conciencias. Y, en estos casos, no basta solo con una figura carismática –Greta, el papa Francisco o quien sea–, sino que también hacen falta escritores, cineastas, músicos, científicos, etc. Agentes que, en definitiva, contribuyan para que se corone a otro, quizá no tan brillante, pero sí más mediático. A veces se critica a estas mentes pensantes por su pasividad externa (incluso por su “elitismo”), pero es que, como diría Machado, su pluma no vale lo mismo que la espada del capitán. Que unos preparen las armas y los otros enciendan la mecha.
En la última película de Martin Scorsese, The Irishman, hay una escena que me fascina. Russell Buffalino, capo para el que trabaja el protagonista, Frank Sheeran, encarga a este último prender fuego a una fábrica de la empresa rival en la ciudad. La corona que delega en el súbdito, un clásico. El mundo de hoy es una inmensa caldera y la mayoría de sus gobernantes, muñecos de trapo. Tenemos al pirómano –irónico en el caso de Greta– y a los potenciales cerillas, pero nos faltan las chispas, muchas más chispas.
Sociego,
Burgos, 26 de enero de 2019
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