La pasada semana se disputó la Supercopa de España en Arabia Saudí, que enfrentó a Real Madrid, Barcelona, Valencia y Atlético de Madrid. Es esta una competición que desde hace veintiséis ediciones enfrentaba al campeón de la Liga contra el de la Copa del Rey –Barcelona y Valencia, respectivamente– en territorio nacional. Esta temporada, a los pertinentes contendientes se les han sumado el segundo y el tercero en la clasificación de la temporada pasada –Atlético y Real Madrid, por ese orden–, que han disputado el trofeo en Arabia Saudí. Este “chanchullo”, desvarío plutocrático, se ha resuelto con la victoria en la final del Real Madrid, equipo que, como el Atlético, nunca debió haber disputado este torneo (y hablo al margen de preferencias personales).
De todos modos, este mercadillo no es nada nuevo en este mundo (nihil novum sub sole). Recordemos la antigua Copa de Europa, donde se invitaba a jugar a equipos que ni siquiera habían encabezado la clasificación de su país la temporada previa –y origen de robos históricos, con todas las letras–. Véase el caso de las primeras Champions del Real Madrid, favorecido por las influencias de Santiago Bernabéu u otros ejemplos de miseria moral y abierta desvergüenza, como el empate pactado entre las selecciones alemana y austriaca en el Mundial 82, que clasificaba a ambos para la siguiente fase; o la “imparcialidad” del árbitro del Corea-España del Mundial 2002, haciendo gala de su descarada afinidad hacia el anfitrión coreano.
Javier Marías condenaba hace poco, en su artículo en El País “Destructores del fútbol” (22 de diciembre de 2019), la degradación del fútbol profesional por las trapacerías de las instituciones que lo controlan. Yo creo, empero, que lo que ha infligido verdadero daño es la implantación del famoso VAR (siglas de Video Assistant Referee), un sistema de arbitraje que llega, a través de la tecnología, allí donde el ojo humano no puede. Es innegable que vivimos en la sociedad de la vigilancia perpetua (el Gran Hermano de Orwell) y este aspecto ha acabado filtrándose por todos los recovecos de nuestra existencia. Espiados por las redes sociales, fiscalizados por los bancos, aprisionados por las aseguradoras, hasta por las páginas web que visitamos, era inevitable que esta continua supervisión se trasladase a otros ámbitos, como el del deporte. La instauración del videoarbitraje asistido está horadando de forma progresiva el espíritu futbolero. ¿Qué ha sido de esa incertidumbre de no saber si el balón había traspasado o no la línea de meta? ¿Qué de esa mano de cuya voluntariedad se dudaba? ¿Se había producido fuera del área o dentro de esta? ¿Y aquel fuera de juego? ¿lo era o no lo era? Aunque se pueda argüir que la introducción del VAR ha salvado todos esos posibles agravios derivados de una ulterior decisión arbitral, yo creo que parte de la magia reside en esas situaciones de suspense. Y que, a pesar de posibles agravios y perjuicios, definen lo que representa –como, por extensión, cualquier otro deporte competitivo–. La justicia es caprichosa: a veces se merece la victoria y se acaba perdiendo y viceversa. Así es el juego (y la vida).
Eso es lo que al final debemos combatir: el triunfo de las máquinas en algo que siempre había sido res humanae. Y es que, si de algo hemos de lamentarnos en todo este asunto, es la previsibilidad en la que estamos cayendo. No permitamos que sistematicen hasta estos extremos lo que por naturaleza es pura emoción. Yo, por lo menos, no deseo que en el futuro se escriban elegías al fútbol.
Sociego,
Burgos, 19 de enero de 2020
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