Leía estos días la famosa novela Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, una de las de la triada clásica de distopías, junto con 1984 y Un mundo feliz. Confieso que al principio me costó adentrarme en la narración, pero una serie de brillantes párrafos lograron “convertirme”. Pienso en cuándo se escribió este texto, la década de los cincuenta del siglo pasado, y me asombra la clarividencia de pensamiento que demuestra. Uno incluso llega a dudar de la honradez de Bradbury, pues, en un delirio personal, me he imaginado al propio autor viajando en una especie de máquina del tiempo a la rabiosa actualidad. En versión libre de César: “llegué, vi y anoté”. Y es que parece como si hubiese presenciado todo lo que sucede hoy en día, lo hubiese registrado por escrito y, sin hacer demasiado ruido, hubiese regresado a su época para describir de forma traicionera y asquerosamente lúcida qué nos deparaba un no tan lejano futuro.
Sin ánimo de destripar nada del argumento –tan solo puedo recomendársela encarecidamente–, me gustaría rescatar cinco extractos de enorme vigencia, más o menos a la mitad del relato. Para entrar en harina, resumo la situación: el protagonista, Montag, bombero de profesión –conviene aclarar que la labor de los bomberos en esta ficción no coincide en absoluto con la noción que guardamos de ellos en la realidad–, no ha acudido a trabajar esa mañana porque se encontraba enfermo. Su jefe, Beatty, se presenta en su dormitorio para “preguntar” por el estado de su subalterno. Intuyendo que Montag se halla en un momento de replanteamiento de su existencia, se inicia un diálogo muy intenso que, como ya anticipaba, justifica la consagración de esta obra en el olimpo del género. El capitán de la brigada antiincendios arranca su parlamento explicando el origen de su oficio. Tras el introito –de corte un tanto transhumanista, por cierto–, comienza el espectáculo. Sorprende la concisión con la que define la era presente: “Todo se reduce a la anécdota, al final brusco”. Resulta escalofriante cómo habla de la excesiva reducción de los clásicos (¡revela que Hamlet ha acabado comprimido en apenas una página de libro!).
A continuación, reparte estopa a las instituciones, en concreto a la universidad. Cualquiera juraría que él también hubo de sufrir el deplorable plan Bolonia. Sirva como ejemplo este fragmento: “Salir de la guardería infantil para ir a la Universidad y regresar a la guardería”. Nada más que decir. Poco después pasa revista a la progresiva simplificación –y banalización– del pensamiento, condenando la degradación de la lengua. Y hablo por el español, que es la que mejor conozco, tan castigado hoy por innecesarios anglicismos y lastrado por un cada vez más decadente periodismo, que en nada contribuye a la preservación del buen uso lingüístico. Ya lo predijo el propio Orwell en 1984: simplificando al extremo el lenguaje se acotan los límites del pensamiento.
Sobre la inmediatez de la sociedad, denuncia un oprobio que por desgracia ha trascendido al ámbito de las humanidades: la insaciable mercantilización. Actualmente, en los centros académicos domina el arribista. Se valoran los méritos de muchos “profesores” universitarios según el número de artículos que han ido publicando a lo largo de cierto periodo. Como dice el poeta salmantino Paco Castaño, no lee por gozo, sino porque aspira a un cargo. Y he aquí la guinda del pastel: “¿Por qué aprender algo, excepto apretar botones, enchufar conmutadores, encajar tornillos y tuercas?” –el plegamiento de lo que justo nos define frente a aquello que es fruto del progreso–. ¡La dictadura tecnocrática!
Tan acertado es su “oráculo” que es incluso capaz de prever el sinsentido de los ídolos que se veneran ahora. Vivimos en un mundo donde se endiosa a los deportistas, cuyos logros, aunque meritorios, copan las portadas. Entre tanta carrera solidaria (“[…] y no hay necesidad de pensar, ¿eh? Organiza y superorganiza superdeporte”) y tanto turista –que no viajero– desnortado, uno se plantea cuál es el propósito de toda esta vorágine; porque sí, llevamos vidas muy saludables, recorremos medio planeta y creemos ser muy felices, pero nos venden una mentira. Nos hacen creer que todos somos iguales, cuando esa es la raíz del problema. La mediocridad surge a partir de la igualación al ras. Si se poda la genialidad, lo que por definición `sobresale´, se obtiene una insulsa homogeneidad. En el fondo, quizá todos seamos cómplices: nos disgusta lo diferente –aquí asociado al intelectual–; por eso, nos alegra comprobar cómo nadie destaca sobre los demás, sobre la “masa” (en términos literales bradburianos). Tal vez lo peor es que las universidades participan de este “juego”.
Y para colmo, para asentar la más absoluta felicidad (toda ella de plástico) contentemos a los ofendidos, esa especie que pulula y prolifera sobre todo en RRSS. Deslumbran las predicciones que lanza sobre una actitud cada vez más común en nuestra hipersensibilizada sociedad: “A la gente de color no le gusta El pequeño Sambo. A quemarlo. La gente blanca se siente incómoda con La cabaña del tío Tom. A quemarlo. Escribe un libro sobre el tabaco y el cáncer de pulmón. ¿Los fabricantes de cigarrillos se lamentan? A quemar el libro”.
Que conste que, a pesar de esta diatriba, les invito a ser felices. Y ya saben: si algo se lo impide, tiren de mechero, pero prudencia, que quien con fuego juega…
Sociego,
Burgos, 16 de febrero de 2020
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