Estos últimos días he estado releyendo una
de las grandes novelas de la literatura universal, Robinson Crusoe, de
Daniel Defoe (1719). Lo que comenzó como una “lectura obligatoria” de la
universidad –sintagma que
Borges combatía con denuedo–
se convirtió en una lectura por placer. Y es que el Robinson está
reclamando un puesto de honor en mi lista de favoritos. El tiempo dirá.
En retrospectiva, pienso por qué me ha
gustado y encuentro difícil enumerar todos mis motivos. Lo que intentaré en
este artículo es trazar un boceto –algo impreciso– de mi relación con esta obra. En este sentido, creo
que el mayor mérito de Defoe radica en sustentar –y de qué manera– toda una narración sobre un solo personaje en apenas
un escenario. A priori, no se me vienen a la cabeza otros precedentes literarios
en torno al periplo de un único personaje (al menos en la literatura hispánica o
anglosajona, que son las que más “controlo”). Aquí tenemos al protagonista
frente al mundo, el yo frente a Dios. La soledad del personaje, naufragado
en una isla desierta veintitantos años, se desgaja en dos: por una parte, él y
el medio; por otra, él y el Creador. En el primer caso, su supervivencia se
circunscribe a la búsqueda de alimento y a las condiciones climatológicas del
entorno. Aunque logra dominar el medio que lo rodea, no deja de ser un juguete
en manos de la Naturaleza. Si no llueve, sus campos se agostan; si se desata un
huracán, este se lleva consigo los restos de la nave de donde obtenía sus provisiones;
etc. En el segundo caso, la estancia en la isla supone en cierto modo una experiencia
mística. Robinson había salido algo rana –de lo que su padre esperaba de él a cómo acaba media
un gran trecho–. Rechazaba las autoridades
de cualquier tipo, o sea, su padre y Dios. El ejercicio de la razón, complementario
a sus merodeos por la isla, acaba reconciliándolo con ambas figuras. Se percata
entonces de que su padre había sido su guardián en el pasado; y Dios, su
guardián en el presente.
Fue el propio Dios, o más bien su palabra,
el origen del universo según el Evangelio de San Juan: “En el principio
era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”. Quien tiene la
palabra, tiene el poder. Robinson, en tanto que narrador de su propia historia,
posee la capacidad de moldear la realidad que nos muestra. En el fondo, Robinson
Crusoe es una de las novelas más egocentristas que existen –lanzo el reto
de contar todos los I, my, mine y me–. De hecho, en un pasaje subyace la idea
de que ha terminado por asumir el poder divino en “su” isla, cuando de él
depende la condena de ciertos amotinados (y ya no cuento más): “he told them
they were not his prisoners, but the commander´s of the island [Robinson]”.
Si se pregunta a cualquier persona alfabetizada
sobre esta novela, la haya leído o no, casi seguro que su respuesta contendrá
las palabras náufrago, isla y Viernes. No destripo nada si
hablo de Viernes, pues a todos por lo menos nos suena. Viernes es ese ser
exótico, de piel negra, con el que nuestro inglés se topa en los últimos años
de sus “vacaciones” por Sudamérica. Bajo la mirada etnocentrista de Defoe, el
nativo es un salvaje al que se ha de civilizar. Y sí, Robinson le enseña su
lengua, el Evangelio y la puntera tecnología europea, pero a la vez Viernes es
aquel que lee su “message in a bottle”, como decía The Police. La
amistad que se va forjando entre ambos permite el sincretismo de dos culturas, blanco
y negro unidos –enseñanza que no estaría
de más entre ciertos políticos actuales–. En el fondo, la civilización es recíproca.
Se da además un proceso interesante. Tradicionalmente,
el hombre se educa en la ciudad y conviviendo en sociedad (el zoon politikón
de Aristóteles). Aquí el tópico se subvierte, pues Crusoe se culturiza en un
ambiente salvaje. Aunque ya partía de Inglaterra con ciertos valores, en el fondo
completa su formación reeducándose entre hojas. Poco después, en este mismo
siglo, un tal Rousseau escribirá el Emilio, un tratado pedagógico en el
que retomaba la idea de “el buen salvaje”. El ser humano debía volver al estado
primigenio del que surgió, ya que la sociedad es perversa y acaba por
corromperlo. Hay quienes también defienden que la obra constituye una apología
del capitalismo, del hombre hecho a sí mismo, epítome del American Dream.
Puede ser, pero no es eso por lo que me gusta.
Se me olvidaba: soy fan de MacGyver.
Y mucho. Alguien dijo que Robinson era el MacGyver de la época. Quizá por eso
me guste aún más…
Sociego,
Salamanca, 23 de febrero de 2020
Estupendo análisis en mi opinión. Y me has hecho pensar. Tendré que releerlo así que lo pongo en la lista seguido de Vendredi ou les limbes du Pacifique.
ResponderEliminarPor cierto en el anterior artículo también has profundizado más que en los precedentes. Aplaudo.
Muy buen análisis!!
ResponderEliminar