Hace poco mantuve una conversación acerca de la verdad. Las posturas eran dispares. Debatimos sobre la verdad y las verdades –así, en singular y en plural–. ¿Existe una verdad absoluta, un vértice en el que converjan las distintas y múltiples verdades concretas?
Como seres racionales, la facultad de la razón nos es inherente, pero el modo en el que la ejercemos varía en cada uno en función de las circunstancias personales, espaciales y temporales. No se requiere una excesiva lucidez para llegar a evidencias. Me llama la atención, sin embargo, que lo que llaman “sentido común” es una facultad de la que muchos carecen. En principio, gracias a esas evidencias incuestionables, se podría afirmar que en efecto existen puntos en común entre la variedad de pensamientos particulares. No obstante, ¿qué hay de cierto en aquello que se considera de perogrullo?
En cuestión de moral, todo vale. Partimos de la base de que la libertad es un derecho inalienable, como reza la Declaración de Independencia de las Trece Colonias; pero ¿qué es la libertad? ¿Hablamos de libertad física, de libertad intelectual? Resulta que hay personas que viven para ser esclavas de alguien o de algo. Son incapaces de desarrollar cualquier actividad sin el tutelaje de un superior (o que ellos adoptan como tal para que sea su mentor). Kant lo denomina minoría de edad. Pero es que incluso los “librepensadores” están sujetos a convenciones adquiridas a lo largo del tiempo. Es más, hasta la libertad física no es más que otra forma de sometimiento implícito a la ley de la naturaleza, pues la decisión de seguir viviendo supone una aceptación de la propia muerte; luego nunca podremos ser libres del todo mientras seamos caducos. Incluso hasta los más empíricos deberían reconocer que la ciencia es una explicación de los fenómenos naturales y, como tal, una “esclava” de los principios que rigen la physis. La afirmación de un principio implica la negación de otro que se opone a la nueva “verdad” instaurada por el primero. “El fuego quema”, “el hielo se derrite aplicando calor” o “la gravedad atrae los cuerpos” son descripciones de un universo del que ni siquiera podemos estar seguros de su existencia. ¿Quién nos garantiza que todo lo que consideramos real en verdad lo sea? En ocasiones me imagino el mundo como un lienzo sobre el que se han aplicado sucesivas capas de pintura sobre el original. Quizá, si rascásemos, nos encontraríamos con sorpresas. Entiendo que pueda resultar desconcertante, incluso necio, defender que la ciencia es una verdad provisional hasta que se demuestre lo contrario. Temo, no obstante, que esa demostración nunca llegará. ¿Cuál será la esencia del universo? ¿Y si tan solo fuésemos etéreos vapores producto del sueño de algún caprichoso geniecillo? ¿Y si nada existe, ni siquiera ese geniecillo, inventado por nosotros? ¿Si todo consistiese en dimensiones superpuestas de pura ilusión? ¿Podría la nada aprehender su propia inexistencia? Esa sea tal vez la única verdad. Solo sé que sé que soy. O que sé que sé que no soy. En cambio, no se puede sentenciar, como Sócrates, que no se sabe nada confirmando que se es consciente de la propia ignorancia, pues eso ya supone un primer conocimiento.
La otra opción es abrazar el relativismo, pero entonces estamos admitiendo que lo más “adecuado” es reconocer la propia mentira de cada uno. Cada ser humano erige su verdad y vive de acuerdo con ella, tomándola como válida. No se puede certificar que las creencias individuales sean correctas ni tampoco erróneas, así que en el fondo tampoco podemos asegurar que cada uno de nosotros viva en su mentira particular. Al final, aseverando que se intuye la propia ignorancia de cada uno se está diciendo la verdad. Y ni siquiera eso, porque tampoco está totalmente probado que aquello que se sospecha que pueda estar equivocado sea en realidad una sospecha acertada.
De todo lo anterior deducimos que la única verdad, el vértice de nuestra pirámide filosófica, es la posibilidad de que sepamos con certeza que en el fondo no sabemos nada. Pero, queridos lectores, toda posibilidad, por definición, nunca es en sí hasta que se demuestra. Ni siquiera yo mismo puedo estar seguro de que todo lo que he escrito posea algún fundamento verdadero...
Sociego,
Salamanca, 9 de febrero de 2020
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