Hombres necios (…)
Queréis con presunción necia
hallar a la que buscáis,
para pretendida, Tais,
y en la posesión, Lucrecia.
(Sor Juana Inés de
la Cruz, 1648-95, “la peor de todas”)
Le
tentaba demasiado la oferta. Aunque sabía que habría de pagar un alto precio
por ello –con
todo lo que arriesgaba al desobedecerle–, se dejó llevar.
El
sitio en el que ahora se encontraba la desconcertó. Las plantas que allí
crecían y los árboles que las cobijaban no se asemejaban en nada a los de su
jardín. Un rápido barrido visual le descubrió dos grupos de personas,
distribuidas según la simetría que dictaban las dos columnas de aquel espacio.
En la cima de cada una, había un objeto: en la primera, un paño ensangrentado;
en la segunda, una lechuza dorada. Alrededor de la del paño, un corro de
voluptuosas mujeres danzaba mientras reía, cantaba y libaba vino; en el otro
lado, en cambio, una camarilla –también femenina– donde todas vestían
medias azules se limitaba a la conversación. Sin ninguna razón en particular, decidió
unirse a las danzantes.
Ni
siquiera se había presentado cuando la invitaron a entrar en el círculo y a
seguir la tonadilla que tarareaban en conjunto. La melodía le sonaba alegre, no
tanto la letra, que hablaba de raptos, saqueos y juegos de cama –“Kamasutra”, le pareció
oír–.
Cansadas ya de tanto giro y revoloteo, de tantas notas y alcohol, se tendieron
sobre la hierba. Las vio tan desinhibidas que no se atrevió a iniciar una
conversación, pero estas le preguntaron por su nombre y su procedencia. Por su
parte, ella tuvo que confesarles que se sentía muy desorientada. La tranquilizó
su respuesta, pues le revelaron que se hallaba en todas partes y en ninguna a
la vez. Después, se presentaron. No logró retener todos sus nombres, pero
algunos se le quedaron: Helena, de Troya; Tais, de Persépolis; Lucrecia a
secas y Lucrecia Borgia, ambas de Roma; Anne y “Bloody” Mary, de Londres;
Marie-Antoinette, de París; Marilyn, de Los Ángeles… Algo más confiada, les
preguntó qué festejaban. Le confesaron que tan solo se entregaban al placer y
que bebían para ahogar las penas. Pecadoras en su mundo, dueñas de sí mismas en
aquel. Se las juzgó por promiscuas, por caprichosas o por indolentes. Culpables,
en fin, de los peores delitos, pero que tire la primera piedra quien esté libre
de pecado. Aunque las compadecía, se notó algo incómoda y abandonó el círculo entre
disculpas que las otras, acostumbradas a la ofensa, admitieron.
Frente
a la columna de la lechuza dorada, se mostró igual de incapaz de presentarse
ante “las medias azules”, que la acogieron para su sorpresa. Habiéndolas
escuchado un rato, concluyó que trataban de nada y de todo a la vez. Su amor
por la sabiduría y su sed de conocimiento la cautivaron por completo. Cada una
de ellas se había consagrado a una rama del Gran Árbol, pero todas habían
acariciado la corteza de su tronco y contemplado los nervios de sus hojas. Debatían
sobre la educación, la libertad, la expresión artística, el progreso y la
ciencia y relacionaban unas materias con otras. De estas, en cambio, se le
grabaron más nombres: Hipatia, de Alejandría; Marie, de Francia; Hildegarde, de
Bingen; Aphra, de Kent; Juana, del virreinato de Nueva España; Ada, de Londres;
Maria, de Varsovia; Emmeline, de Manchester; Agatha, de Torquay; Ángela, de
León; las del 27, Janis, de Texas; y Amy, de Camden… Sin los aspavientos
de las otras, también celebraban, pero por todos: por ellas y también
por ellos. En un futuro, los mortales se nutrirían de las ideas de Ada y
de Ángela para crear nuevos inventos, se radiografiarían el cuerpo gracias a
los descubrimientos de Maria o disfrutarían de los lais de Marie y de
los poemas de Juana, de la prosa de Hildegarde, de Aphra y de Agatha o de las
voces de Janis y de Amy. También se enteró de que las mujeres podrían intervenir
en el mando de una nación gracias a espíritus como el de Emmeline. Así, le
alegró saber que no todas habían provocado que cayeran pueblos, se declararan
guerras o ciertos gobernantes perdieran el norte. Tampoco eran perfectas, pero
enseguida comprendió que ese era el emblema de la humanidad. Entonces, después
de esta visión, Él la devolvió a su jardín.
Una
vez que hubo apreciado el legado de su descendencia (con sus vicios y sus virtudes),
sucumbió al ofrecimiento de la serpiente. Tomó así la manzana y le dio un
mordisco. Luego, la compartió con su compañero. El resto es historia.
Aunque se afirma tanto que
Él la condenó a la maternidad por su desobediencia como que fue simple obra de
la ley natural, muchos se aprovecharon de este episodio para demonizarla; pero
de no haber sido por su valentía, ninguna de ellas (ni de ellos) existiría.
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