EL NOMBRE DE LA ROSA

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Antes de que se lo pregunten, no voy a hablar de la novela de Umberto Eco. Déjense, en cambio, transportar por unos instantes a la Verona del XVI. En Romeo y Julieta, de Shakespeare, hay una archiconocida escena en la que los dos amantes, muy enamorados el uno del otro, están dialogando en el jardín de la Capuleto cuando esta le suelta: “What’s in a name? That which we call a rose/By any other name would smell as sweet” (traducción propia: “¿Qué hay en un nombre?/ Eso que llamamos rosa olería igual de dulce bajo cualquier otro nombre”; II, 2, vv. 47–48).
Estos versos exponen la tesis del nominalismo, corriente filosófica que defiende que los nombres son meros rótulos que colocamos a las cosas. En principio, nada puede llevarnos a pensar lo contrario. En efecto, la mesa se llama mesa, pero igualmente podría llamarse copa, ventana o novela. El propio Shakespeare firmaba como William Shakespeare, pero podría haberlo hecho como Waylon Shepard o Christopher Marlowe un coetáneo al que se le atribuyen muchos de los dramas shakesperianos. Les invito a que curioseen un poco. De cualquier forma, ni a la mesa la define la combinación de fonemas /mésa/ ni a Shakespeare el llamarse William y el apellidarse Shakespeare. Las palabras, como todo signo, son simples convenciones. No hay nada que justifique su denominación léxica (salvo, quizá, en el caso de las onomatopeyas, pero eso es otra cuestión).
Todo esto viene a cuento de un debate entre colegas acerca de nombres de personajes literarios. Opino que es un aspecto importante cuando uno se dedica al oficio de la escritura. ¿Los nombres que el autor decide asignar a sus personajes los caracterizan en cierta medida? A este respecto, caben varias opciones. Una consiste en dejarlo al buen tuntún (o, en su defecto, al penoso recurso del generador de nombres aleatorios). Otra, en caso de que uno construya un relato basado en hechos reales, se reduce a sustituir los reales por otros alternativos en la ficción que se les parezcan (por eso de mantener el anonimato, ya saben). Ahora, en cambio, vienen las que desde mi punto de vista resultan más interesantes: la de jugar con el simbolismo y la de jugar con la fonética y la sugerencia. Por una parte, hay unos cuantos narradores, muchos de ellos consolidados, que optaron por escoger nombres simbólicos. En este momento se me ocurren algunos ejemplos: la pobre Misericordia, de la obra homónima de don Benito Pérez Galdós; Desmond Hume y John Locke, de la serie televisiva LOST (que en el fondo es toda una novela); Heathcliff (heath near a cliff: `brezal junto a un precipicio´, literalmente), de Wuthering Heights (Cumbres borrascosas), de Emily Brontë; etc. Como ven –con más claridad si ya conocen las citadas, los nombres pueden dar pistas evidentes del carácter del personaje o incluso de su evolución a lo largo de la trama. No obstante, me llama la atención un caso como el de Galdós. El realismo, corriente narrativa que más cultivó, perseguía, como su nombre indica, retratar la realidad de la forma más fidedigna posible. Si consideramos que los nombres no definen en absoluto al que los lleva, ¿por qué otorgar simbolismo a tipos como ustedes o como yo? Y que conste que Galdós no es el único que lo hace. He llegado incluso a escuchar que este recurso revela un triste afán del escritor por darle a su historia una profundidad añadida algo forzada y pretenciosa. No sé si llega a tanto, pero les invito a que lo piensen. Por otra parte, como les contaba, explotar la fonética y su capacidad de sugerir se presenta como la alternativa más “adecuada”, en mi opinión y con mucha prudencia. Al final, la arcilla con la que moldeamos la literatura es la lengua, que ofrece un rico abanico de posibilidades por explorar. Los nombres no deberían revelarlo todo, pero sí pueden darnos algunas pistas sutiles. Recordemos al protagonista de la gran The Catcher in The Rye (El guardián entre el centeno), Holden Caulfield. Holden, a priori, no revela nada, pero si uno lo medita un poco, recuerda al verbo inglés to hold, `sujetar, mantener en alto´. Esta acepción es importante en el significado general de la obra y se relaciona con el propio título. Otros gloriosos nombres de personajes de la historia de la literatura son el del profesor de la Lolita de Nabókov, Mr. Humbert Humbert, o el de la misma protagonista, Lolita; el del cicatero y antipático Mr. Scrooge, del dickensiano A Christmas Carol (Un cuento de Navidad), cuyo apellido además ha entrado como adjetivo en la lengua inglesa; o el del famoso joven mago Harry Potter, de la británica J.K. Rowling, cuya sonoridad ha creado toda una marca propia. Estos, y tantos otros, son en general nombres con potencia sonora, contundentes y de gran afinidad con el lector. No denotan, sino que connotan, y a la vez no eclipsan el carisma de sus correspondientes personajes, que al final es de lo que se trata.
Puede que se estén preguntando si soy o no nominalista. Qué más da. Solo les diré que creo en la fragancia de la rosa, en el olor del papel, en la frescura del agua y en el calor de la llama, pues fragancia y rosa, olor y papel, frescura y agua, y calor y llama son solo una ínfima parte de un todo. Ahora les queda reflexionar si cuando los invocan, ¿se dan tan solo por aludidos o creen además que su nombre ya dice lo suficiente de ustedes?

Sociego,
Salamanca, 1 de marzo de 2020

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