Saqué esta foto la semana pasada en el
parque de Fuente Prior, en Burgos. Anochecía y yo ya regresaba de mi paseo. De pronto, entre canción y canción del
móvil, me dio por mirar el cielo. Me impactó tanto el resplandor
de la luna sobre el paisaje, en el que se mezclaban naturaleza y artificio
humano, que quise inmortalizarlo con la cámara, de la que apenas suelo tirar.
Procuro tomar las fotos justas y ver el mundo más con mis ojos que a través de
una lente. Más tarde, revisando la captura, me concentré en los postes y el
tendido eléctrico. Influido por mis lecturas actuales, se me vinieron a la
cabeza Bécquer y Unamuno. En concreto, el Desde mi celda y un artículo
sobre la “regeneración de España” desde la visión noventayochista.
Desde mi celda
es una compilación de cartas que Bécquer iba escribiendo al diario El Contemporáneo mientras se recuperaba de la tuberculosis en el monasterio
de Veruela, en la provincia de Zaragoza. En ellas, plasma su visión del
folclore hispánico y de leyendas populares en torno a brujas, ruinas,
cementerios y demás. Personalmente, prefiero esta vertiente que la del Bécquer lírico,
cuyas rimas en general me resultan un tanto cursis y facilonas. Al margen de
esta veta más fantástica, uno disfruta leyendo las reflexiones que va intercalando,
sobre todo en la carta IV. Así, hay un pasaje en el que anticipa el movimiento
antiglobalización, que luego alcanzaría cotas más altas a partir de la
contracumbre de Seattle en 1999. Propone que lo que él llama “el prosaico rasero de la
civilización”, destructor del casticismo más rancio –en el buen sentido–, se combata con un
esfuerzo por preservar nuestras costumbres. Pero ojo, conviene
advertir que Bécquer no es un “nostálgico”, tal y como se aplicó el término a
raíz del episodio de la exhumación de Franco. Lo que defiende es un romanticismo
cosmopolita –o
un cosmopolitismo romántico, si se prefiere–.
Unamuno, en cambio, en su artículo Reflexiones sobre la regeneración de
España (noviembre de
1898) plantea otra actitud. Si lo leen, puede que estén de acuerdo conmigo en
que comete un error de razonamiento muy grave. Y es que mezcla los conceptos de
desarrollo histórico-nacional con autodesarrollo personal –el Gnóthi seautón
délfico y luego socrático–. De haber tenido la oportunidad de conversar con
él, le habría reprochado su incapacidad de distinguir entre identidad colectiva
y salvación individual. Es evidente que el ser humano goza de pleno derecho
para hallar su propio destino, con todo lo que ello le supone. Sin embargo,
creo que este proceso requiere de ciertas condiciones favorables. El campesino
que él ensalza, exponente del Beatus ille, basa su felicidad en cultivar
sus tierras. Bien, si esa es su razón de ser, no podemos afirmar que todo lo
que produzca esté destinado al autoconsumo. Todos sabemos que también debe
haber un transportista que mueva la mercancía, un mayorista que la distribuya y
unos comerciantes que la vendan (y así ocurre también con la cadena educativa,
de profesor a alumno y viceversa; o artística, de creador a público y
viceversa). Nuestro propio fin nunca es completo si los demás no se benefician
de ello. En esta línea, el humilde agricultor, el afable hombre rural, necesita
vivir en un territorio seguro y pacífico. De hecho, igual que al pueblo español
le traía sin cuidado la guerra contra EE.UU. por Cuba, a
mí tampoco se me inflama el corazón ni se me hincha la vena con la patria y el
himno nacional; pero creo que nuestro contexto condiciona en gran medida
nuestras propias circunstancias. Dudo que en una guerra civil como la del 36 ese
ser benéfico unamuniano, vinculado a su idea de la intrahistoria, pudiera
dedicarse a mimar sus viñedos.
Estoy con Bécquer cuando denosta ese
“prosaico rasero de la civilización”, que él asocia con una incipiente
globalización (sirva de muestra la proliferante simplificación ideológica en
estos tiempos del Twitter y de los bulos “informativos”). No obstante, considero que es
importante mantener una permanente comunicación transfronteriza. Precisamente,
para preservar ese espíritu popular, el alma de los pueblos decimonónicos –volkgeist,
para los alemanes– hemos
de seguir en línea con el resto del mundo. Diré más: creo que es muy
enriquecedor que uno pueda contrastar su situación con la de los demás. Y eso
no solo incluye a nuestros paisanos, sino también a los forasteros. En el XIX, eran
el ferrocarril y el telégrafo los que conectaban al pueblo con la
modernidad; hoy, en el XXI, es el smartphone. No se puede aspirar a Dios
–o
a quien sea que cada uno espere encontrar allá arriba– disponiendo de una
visión tan reducida de este complicado mundo. Se llama mirar más allá del
terruño.
Si me preguntan por qué me gusta tanto la imagen
que encabeza este artículo, es porque condensa la singularidad de mis raíces con
la generalidad de la Tierra. Fuente Prior seguirá siendo Fuente Prior –con sus ardillas, como
las de Regent´s o Central Park–
por muchos postes, autovías y torres de comunicaciones que le planten. Así que,
señor Bécquer, quédese tranquilo que este paraje seguirá siendo típicamente
burgalés incluso con red WiFi. En cuanto a usted, don Miguel, no tengo
mucho más que decirle. Bueno, que sepa que, mientras yo me recreaba con esta
foto, en Grecia estaban expulsando de sus fronteras a unos refugiados sirios
que huían de una guerra civil, como la nuestra del 36 (que creo que usted
conoce bien).
Para la próxima, me pararé a contemplar
las ardillas burgalesas. Son muy simpáticas, al igual que sus congéneres londinenses o neoyorquinas. Entonces me pondré esa vieja canción de The
Smiths y me permitiré cambiarle el título: “Heaven Knows I´m Grateful Now”.
Sociego,
Burgos,
15 de marzo de 2020
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