Leía esta semana el discurso de ingreso en la Real Academia Española del escritor Javier Marías. Su texto, intitulado “Sobre la dificultad de contar”, aborda precisamente la ardua tarea del arte de narrar. Con ello, se plantea cuál es la finalidad de la ficción en nuestras vidas, algo que yo también me he preguntado en más de una ocasión. ¿Por qué leemos novelas, relatos, cuentos, microrrelatos o incluso poemas narrativos? El propio Marías suele mencionar en sus entrevistas al filósofo francorrumano Emil Cioran, quien renunció a leer ficción en favor de otros géneros como las crónicas, las biografías y las memorias, pues consideraba que bastante tenía ya con la realidad como para meterse en otros berenjenales.
Hoy vivimos en una sociedad globalizada donde prima la sobreinformación. El dato se sacraliza, se exalta y resulta lo más rentable por su inmediatez. Ya lo predijo Bradbury en su lúcida Fahrenheit 451, a la que ya dediqué un artículo el mes pasado: “Atibórrala [a la gente] de datos no combustibles, lánzales encima tantos `hechos´ que se sientan abrumados, pero totalmente al día en cuanto a información”. La proliferación de los bulos, a la orden del día, ha suscitado una comprensible desconfianza entre los individuos. Es más, nuestro sistema de creencias en muchos casos se funda sobre el más acerado escepticismo. Por otra parte, el mundo de ahí fuera es desalentador, ahora y desde siempre. Recuerden si no el Gran Incendio de Londres de 1666 –inquietante fecha, por cierto–, el llamado “año sin verano” de 1816 –en el que los Shelley, Polidori y Byron “parieron” algunas de las mejores obras de la literatura universal– o la invasión de Polonia en el 39, por citar algunos ejemplos. Frente a una realidad que a veces puede sobrepasarnos por anodina, absurda, horrible e incluso estúpida, la ficción se erige como salvadora. Nos ofrece consuelo, solaz e incluso reemplazo del alcohol o las drogas. En este sentido, la pulsión emocional, el chute –thrill, que dirían los anglosajones– que de ella obtenemos supone una recompensa muy gratificante.
La ficción, además, es pura magia. En línea con lo que expone Marías, el narrador es una especie de artesano. Ha de ser capaz de moldear una realidad ya de por sí escurridiza a través de las palabras, de la lengua. El eterno mal de los románticos: aprehender lo inasible. Apenas con un pincel de brocha gorda entintado –si se abona a la estilográfica– y unas cuantas pinceladas, difusas e imprecisas, en forma de sintagmas, oraciones y secuencias textuales construye todo un imaginario personal que en conjunto el lector debe asimilar. Y es que quizá sea esa la única oportunidad de que un tipo esté pendiente de una mentira –entre muchísimas comillas– que otro le cuenta sobre una determinada realidad. Prueben si no a relatar cómo descuartizaron a la vecina del quinto en una cena de colegas. No creo que su reacción sea muy favorable ni mucho menos que se lo traguen –salvo que me esté dirigiendo a un Jeffrey Dahmer en potencia y yo, desde mi ignorancia, no lo sepa–.
En cualquier caso, a lo que iba es que aquello que separa la ficción del bulo, a la fábula aristotélica de la pura mentira, es el contrato que el lector firma con el autor. Aquel es consciente de que lo narrado es producto de la mente de este, una mente imaginativa y, a veces, un poco enferma. Por eso, se admite que el propio narrador, el ficcionalizador, posee licencia para mentir. Distorsiona la realidad fáctica a la par que se sincera sobre la naturaleza de su propio mundo.
Así que, si todavía siguen preguntándose para qué narices sirve la ficción, permítanme responderles que para leer bulos consensuados. Y, si no les convence, siempre pueden actuar como Cioran y darse a los hechos; pero les advierto: en ocasiones, la realidad es un terreno mucho más resbaladizo que el de la ficción. Cuídense.
Sociego,
Burgos, 22 de marzo de 2020
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