Estos
días de cuarentena, impuestos por una situación de la que, por manida, me he
jurado no tratar, uno aprovecha para atender lecturas o visionados pendientes.
También para reencontrarse con viejas pasiones. Pues bien, ocurre que me he
vuelto a enganchar a Colombo. Entiendo que, por brecha generacional, a
algunos ni les suene (servidor ni existía cuando se estrenó).
Colombo es una serie extraordinaria.
Empezó a emitirse en los Estados Unidos a finales de los sesenta –con un primer
capítulo dirigido por un pipiolo Steven Spielberg– y alcanzó su mayor pico de
audiencia allá por los setenta. Por entonces, se veía mucho más allá de los borders
de nuestros compadres norteamericanos. A España llegó por aquella época y,
según tengo entendido, enseguida pasó a formar parte del acervo popular de la
historia de la televisión. Yo la descubrí con apenas siete u ocho años gracias
a las reposiciones de la TCM a la hora de la sobremesa. En casa había
afición generalizada y, de hecho, Colombo forma parte de mis evocaciones de las
vacaciones de verano. Soy incapaz de explicar cómo lograba mantenerme tan pegado
a la pantalla a tan corta edad, pero me fascinaba. Luego ya vinieron los
Holmes, Poirot y cía., pero fue Colombo quien plantó la semilla. Ahora, algo
más curtido de conocimientos, puedo hablar con mayor conciencia de su genialidad.
Hace
algún tiempo, leí El misterio del tren azul, de Agatha Christie. En mi
edición de la colección de novela policiaca de RBA, Enric González exponía
en el prólogo por qué prefería a Poirot antes que a otros célebres detectives
literarios. Recuerdo algo así como que a Holmes lo llamaba “toxicómano
narcisista”; a Marlowe, el de Chandler, “alcohólico cínico”; y a Pepe Carvalho,
el de Vázquez Montalbán, “glotón desencantado”. Poirot, pues, representaba para él la
excelencia, la sublimidad. No está mal. Poirot posee su encanto, al igual que my
dear British from Baker Street o incluso la remilgada Miss Marple,
también de Christie –de Marlowe o de Carvalho apenas he leído, así que no puedo
opinar con fundamento–. Pero es que, fuera de la literatura, también tenemos al
teniente Colombo.
Quizá
la primera impresión que uno se puede llevar es la de un pobre hombre algo
cutre y despistadillo. Es cierto que esa característica mirada con un ojo de
cristal, esa raída gabardina y esos sempiternos puros que hacen que uno se
sienta ahumado contribuyen a reforzar esa imagen. Sin embargo, el teniente tiene
mucho que decir. Encarnado por un genial Peter Falk, Colombo es el típico
geniecillo que parece haber caído del cielo por arte de birlibirloque. Un tipo
moreno, bajo, escuchimizado –nada atractivo–, fumador compulsivo y con
tendencia a andar encorvado. Conduce una tartana, es aficionado a la comida
picante y a menudo habla de su mujer, la cual, por cierto, no aparece en toda la
serie. Pero cuando ocurre un crimen y aparece en escena, más vale que el
asesino se prepare. Es curioso, pues los “malos” de la función no suelen
tomarlo muy en serio: lo ven más como un personajillo pintoresco que como una
amenaza. Se cuenta que Sócrates basaba su método en aparentar ignorancia frente
a su interlocutor, a quien instigaba con preguntas para que este, movido por la
soberbia, se percatase de sus propios errores. Esta práctica le valió el apodo
de “comadrona intelectual”, porque de manera figurada ayudaba a alumbrar las
verdades. Bien, eso es justo lo que aplica a sus casos. Y es que durante todas
sus investigaciones se dedica sobre todo a tres cosas: interrogar acerca de
todo, fingir torpeza y asediar al asesino a la vez que le da coba. Él hila,
engarza unos hechos con otros, descubre conexiones, pero siempre con mucha
perspicacia y finura en el trato. Uno disfruta al ver a Colombo acosando a ricachones
caprichosos, escritores y arquitectos en apuros, engañosas damas, empresarios
embusteros, amantes desquiciados o dandis pendencieros para que ellos solos revelen
algún detalle, alguna pista, que los acabe delatando. Al fin y al cabo, ¿quién
se achantaría ante un detective de metro sesenta, de origen italiano, adicto a
la nicotina y con pinta de extraviado? Pero qué necios. Uno oye su
característica muletilla, “ah, una cosa más”, y sabe que, al final, aparecerá
en el lugar más inesperado para sentenciar al sospechoso. Todo ello mientras se
rasca las greñas o cuenta lo que le dijo su cuñado que le llevó a deducir algo
vital para la resolución del crimen. Si
les choca, les invito a que le dediquen un poco de su tiempo y lo comprueben.
Verán que probablemente consiga demostrarles que son unos prejuiciosos.
Para
mí, Colombo siempre será el detective filósofo, un sócrates angelino que se colaba
por todos los sitios gracias a su placa y que apostataba de la pistola en favor
de la lucidez intelectual. Y, aunque el gran Peter Falk ya falleciera en 2011,
su personaje continúa muy vivo. Puede que ahora se esté comiendo una enchilada mientras
yo le dedico este pequeño homenaje. Ah, y una cosa más, este no es ni un alcohólico
cínico ni un tremendo glotón ni un toxicómano neurótico. Solo que lo tengan en
cuenta.
Sociego,
Burgos,
5 de abril de 2020 (annus horribilis)
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