Hace
unos días, vi Dallas Buyers Club. La película cuenta la historia de un
hombre al que le diagnostican el VIH, justo en su «momento estrella», los
ochenta. Matthew McConaughey interpreta al protagonista, Ron Woodroof, un hombre
rudo que apostata de imposiciones y se resiste a consumir el antirretroviral
AZT. Cuando descubre su ineficacia, trafica con un médico al que han retirado
la licencia y, junto a un travesti en busca de una operación de cambio de sexo
‒soberbio Jared Leto‒, montan un negocio «paralelo» a la vía legal. A través de
este recurso, se dedican a vender unos medicamentos mucho más eficaces contra
los síntomas del sida.
Sin
ánimo de destriparles demasiado, creo que el valor de esta película radica en esa
gran paradoja de que aquello que uno odia es justo lo que lo mantiene vivo.
Aplicado a la situación de Ron, un tipo homófobo y retrógrado ‒arquetipo del
texano paleto de la cultura popular‒, descubrirá la ironía de que puede
lucrarse vendiendo a quienes desprecia, los homosexuales. Creo, pues, que más
allá de la historia, basada en hechos reales ‒lema que gusta mucho, por cierto‒,
lo interesante es asistir al desentrañamiento de esta paradoja por parte del protagonista.
Es casi socrático: parte de una situación inicial y, mediante un proceso de
aprendizaje, se percata de la gran contradicción interna que sufre. Muy
emotiva, por cierto, la amistad que se va forjando entre los dos personajes
principales, en la que Rayon pasa de mero payaso circense ‒tal y como lo ve
Ron‒ a un auténtico amigo. Sirva de muestra la escena en que el texano le arroja
una bolsa de comida y, sin embargo, Rayon no se ofende gracias a lo que el «agresor»
acaba de hacer justo antes por él. Y es que además Ron terminará revolviéndose
contra sus «compadres», igual de zafios que él, con los que se juntaba para
beber en una taberna con banderas de la Confederación en las paredes y con
pinta de adepta a los ZZ Top y a los Lynyrd Skynyrd ‒buenos
grupos, por cierto‒.
El
otro gran tema implícito es el de la rebelión del hombre contra su propia
finitud. Al final, no se trata de curar la enfermedad (algo imposible de por sí),
sino de prolongar el tiempo de descuento. El propio Ron, desahuciado por un
doctor que le da unos treinta días, anhela seguir viviendo, prolongar su Carpe
diem particular ‒basado en el sexo, las drogas y los rodeos de toros; así,
en resumen‒. En este sentido, creo que esta cita lo aclara de sobra: «Sometimes
I feel that I fight for a life I´ve no time to live». Plantéenselo: ¿qué harían
si supieran que tienen los días contados? O, mejor dicho, más bien ¿qué harían
si supieran con exactitud cuántos días les quedan en este barrio? Apuesto a que
entonces nadie marcaría en rojo el calendario (como muchos están haciendo
durante este confinamiento). Decía Gandalf que solo nos resta elegir qué hacer
con el tiempo que se nos ha dado. Así es. En todo caso, probablemente lo
coloreasen con rotuladores de colores, cada cual más chillón.
En
fin, «Life is strange», como decía Marc Bolan. La banda sonora de esta cinta
también se las trae. Muy buena. En más de una escena suena el «Ballrooms of
Mars», temazo que Radio Futura versionó ‒de una manera algo cutre y muy
castiza, por cierto‒. Todo un despropósito. Si quieren saber cómo me enteré,
fue gracias a una fiesta de boda a la que no estaba invitado. Pasaba por allí y
lo escuché. Luego, investigué un poco y di con ello. Así de simple.
Probablemente,
estén ya hartos de las recomendaciones de Netflix de películas catastrofistas
sobre pandemias o guerras nucleares y zombis. Todas sobre el fin de la
humanidad, en definitiva. El sida, como lo que tenemos ahora (y que me resisto
a nombrar por manido), no acabó con ella, pero se cobró muchas vidas. Lo que
nos recuerda la importancia del preservativo, así como la de la jeringa limpia.
A Ron, además, le enseñó que la tolerancia no es contagiosa y que la
homosexualidad, a diferencia del VIH, no es ninguna enfermedad.
Sociego,
Burgos,
26 de abril de 2020 (annus horribilis)
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