Hace unas semanas, leía en El
País Semanal una entrevista a la psiquiatra francesa Marie-France
Hirigoyen. En ella, pasaba revista a algunos de los problemas más patentes de
nuestra sociedad contemporánea, entre ellos, el narcisismo. Es más, llegaba a
decir que es este uno de los males más frecuentes entre sus pacientes. Y es que
creo que no somos del todo conscientes de que hoy en día lo difícil es no caer
en algún momento en el narcisismo.
El historiador Yuval Noah Harari,
en su brillante ensayo 21 lecciones para el siglo XXI (2018), defiende
la tesis de que la dinámica del ser humano se basa, en esencia, en ficciones.
No hay más que echar una ojeada a las estructuras sociopolíticas preponderantes
a lo largo de nuestra historia para percatarse de que todo Estado –democrático o no– y credo
fundamentan su poder en relatos compartidos. Y esto es válido tanto para
cualquier país europeo o norteamericano como para cualquier comuna espiritual
en Bután o en Myanmar. Hasta el poderoso caballero de Quevedo, “don Dinero”, no
es más que una entidad ficticia materializada en piezas metálicas o de papel a
las que hemos decidido otorgar un valor simbólico por consenso. No entro en
valoraciones acerca del grado de fiabilidad de estas, pero resulta obvio que la
práctica totalidad de nuestras vidas se rige y se regula por “bulos
consensuados” (¿recuerdan?). Partiendo de esta idea, conviene rastrear los
orígenes del narcisismo. Como ya sabrán, esta patología adopta su nombre del
célebre mito de Narciso, personaje de la mitología clásica que sucumbió ante su
propia imagen reflejada sobre la superficie de un lago (algo así como un
Cristiano Ronaldo de la época). La propia noción de mito remite al concepto de ficción.
Seguro que más de uno recuerda ese lema con el que martirizan a los alumnos en
las clases de Filosofía: “del mito al logos”. Así pues, dicho de manera
prosaica, un mito es una película que uno se inventa y se cuenta a sí mismo
para encontrar un sentido a todo aquello que sucede a su alrededor. Harari
habla de que los tentáculos de la globalización son inmensos y que, ante la
enorme complejidad y diversidad del mundo, resulta misión casi imposible hallar
respuestas explicativas del funcionamiento del planeta. Algunos optan por
“quedarse en el pueblo” y apadrinan un nacionalismo, otros, en cambio, se resignan
y aceptan su propia ignorancia socrática. Y en este punto surge una cuestión
esencial y, a la par, grave problema que atormenta a muchos individuos hoy en
día: la búsqueda de una identidad personal.
En este sentido, las redes sociales
(Facebook, Twitter, Instagram, etc.) juegan un destacado papel. Estas, pues,
suponen una gran oportunidad de mostrar al exterior una imagen propia a través
de minúsculos retazos de nuestra existencia. Todo aquello que colgamos en
nuestros perfiles no es más que una selección muy minuciosa de un lienzo mucho
más vasto. Esto comporta algo mucho más trascendente: la democratización de
nuestras ficciones. Antaño, resultaba muy difícil darse a conocer ante una
persona de Wisconsin, de Lausana o de Cotonou, por ejemplo, pero hoy disponemos
de la opción de hacerlo. Así, las redes sociales son los nuevos álbumes de
fotos, salidos del cajón del armario del salón y expuestos a la vista de muchas
más conciencias. Por eso, no es de extrañar que el narcisismo prolifere, pues
constituye una respuesta fácil ante la impotencia de forjar una identidad
dentro de una realidad tan cambiante e inabarcable. Es más, no creo que ni
siquiera los peces gordos del Grupo Bilderberg sean capaces de mover todos los
hilos de este gran decorado. Hirigoyen decía en la entrevista que antes era la
neurosis y ahora, el narcisismo –en mi opinión, sobrealimentado
por las posibilidades de difusión de nuestras ficciones más íntimas que
reportan las redes–. Al final, se trata de una
competición por ver quién cuenta la mejor historia.
Afirmaba Oscar Wilde algo así como
que amarse a uno mismo es el comienzo de una aventura que dura toda la vida. Harari,
en cambio, cree que la identidad es un flujo caótico de emociones y que lo
único que podemos controlar es si respiramos o no –muy influido, todo hay que decirlo, por un “cursillo” de meditación Vipassana–. Ustedes verán qué versión les gusta más. Solo permítanme advertirles de
algo: necesitamos las ficciones, pero no como sustento, sino como complemento.
Ahora inspiren hondo y vayan soltando el aire poco a poco.
Sociego,
Burgos, 12 de abril de 2020 (annus
horribilis)
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