CIVILIZADO SALVAJE

Otra mujer muere buscando el autobús de 'Hacia rutas salvajes', la ...

Creo que Into The Wild, de Sean Penn, es una gran película. No he leído el libro en que está basada, escrito por Jon Krakauer, también autor de Obedeceré a Dios, un escalofriante reportaje acerca de unos tipos que proliferan allá en Utah y que se hacen llamar mormones (con el que disfruté mucho, por cierto).

Into The Wild, basada en hechos reales (que tanto gusta a los anglosajones), narra la experiencia de Christopher McCandless, un joven de clase media-alta, criado en una familia aparentemente normal y unida y con un futuro prometedor. Un día, se harta y decide predicar con lo que leía de los Jack London, Thoreau, Tolstói y cía. Tal es su renuncia que hasta adopta una nueva identidad bajo el seudónimo de Alexander Supertramp y pone rumbo al norte, a Alaska. Pertrechado con lo justo, se cuela en los ferrocarriles y subsiste de aquí y de allí mientras conoce a individuos ajenos a su anterior esfera social. Abrazando ese papel de tramp o hobo, «subcultura» muy arraigada en los Estados Unidos, se convierte en una especie de nuevo Jack Kerouac (con referencias incluidas a On the Road). Desde comunas de hippies «liberados» a currantes del campo, se va reafirmando en su «apostasía» de la vida convencional y urbanita de los tiempos modernos.

Y es que aquí radica la clave de toda esa odisea. Chris, o Alexander Supertramp, es un Robinson contemporáneo –y no un bon sauvage rousseauniano, como a veces el guion parece insinuar‒. Llegados a este punto en nuestra evolución, opino que es prácticamente imposible pasar de la civilización a la barbarie de un plumazo (sobre todo si previamente uno ya «ha catado» la primera). En el caso de Chris, este reniega de los trapos sucios de la sociedad (de sus trapos sucios), es decir, la familia, el trabajo, la ostentación y, en definitiva, el mundillo de las apariencias. De hecho, llega a proclamar algo así como: «las personas estudian una carrera y después empiezan a trabajar, y así se pasan la vida, autoengañados creyendo que hacen algo de provecho». Más intensa es aún la siguiente invectiva: «el mayor engaño del siglo XX es la productividad» (y del XXI, me atrevería a añadir). 

Así, acaba erigiéndose como un héroe involuntario tanto para un anciano viudo y deprimido como para una melancólica pareja de hippies. De hecho, creo que uno de los aspectos más interesantes de su viaje es el momento en que descubre que no todo es paz, amor y chiribitas en ese universo de Lennons y Joplins. 

No negaré que la filosofía de Supertramp posee su atractivo y, a riesgo de sonar algo oportunista, es cierto que su empresa está al alcance de cualquiera. Compruébenlo si no:  déjenlo todo atrás –estudios, hipoteca, deudas, posibles traumas, etc.‒ y adéntrense en lo salvaje. No se trata de una simple «desconexión» (como esas que fomentan las páginas de viajes de «escapada de finde»), sino de un total reseteo. Si les soy sincero, confieso mis dudas acerca de la capacidad del hombre del siglo XXI para vivir como un completo asceta. Tampoco creo que el Beatus ille haya quedado trasnochado, pero sí su planteamiento. De ahí el valor del mensaje de Robinson Crusoe –más allá del liberalismo que defiende Defoe‒: la naturaleza es nuestra amiga, pero también puede volverse contra nosotros. Tal vez el asceta más «sensato» (con toda la precaución) haya sido Henry David Thoreau, que se retiró a una cabaña en un bosque a apenas una milla de Concord, Massachussets, o sea, la civilización. No debe de estar nada mal eso de ser un hombre de la naturaleza y de vez en cuando bajar a rellenar el suministro de papel higiénico al supermercado. 

Ya saben que a veces la excesiva confianza da asco (si no mata). Quizá es lo que la película acaba demostrando. Y es que Chris, a pesar de todo, como diría Supertramp (el grupo, esta vez), nunca dejó de seguir adelante, “como una nave sin ancla”.

 

Sociego,

Burgos, 31 de mayo de 2020


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