A mediados de los sesenta, un
chaval de Minnesota compuso «Subterranean Homesick Blues», una canción deudora de los beatniks y Chuck Berry, entre otros. En el fondo, era un bildungsroman
reducido, un retrato de lo más sórdido de la Norteamérica de los sesenta. Ese pipiolillo
evolucionó como músico y en 2016 recibió el Nobel de Literatura. Se hace llamar Bob Dylan.
Unos años más tarde, en los ochenta,
Billy Joel estrenó su «We Didn´t Start The Fire», con el que la rompió en los
Billboard. Se cree que se trata de un alegato en favor de su propia generación,
una contestación a las críticas de las generaciones anteriores: «Vosotros
habéis provocado que el mundo esté como está ahora»; «Mirad, no, nosotros no
tenemos la culpa. Esto ya estaba así cuando nosotros llegamos».
A nosotros de momento no nos ha
llegado un Bob Dylan o un Billy Joel. En principio, parece fácil lamentar que
vivimos en tiempos anodinos ‒aunque con esto del bichito de marras se ha
intensificado la cosa (y vaya si lo ha hecho), pero ya dije en anteriores
ocasiones que me niego en rotundo a hablar de ello‒. Ahora bien, en principio,
pues si uno echa la vista atrás ‒pongamos que a partir de 1989, que es donde
Joel lo dejó‒, ve que la cosa da para otra «Subterranean…» y otra «We Didn´t Start…».
Mientras esperamos a la llegada de otro hit del estilo, voy a trazar un borrador
de los últimos tiempos, confiando en que sirva de apoyo para algún nuevo
talento ‒permítaseme, por cierto, la metonimia, de la pintura a la escritura,
como el genial Saramago en su Manual de pintura y caligrafía.
Se podría decir que nosotros, los millennials,
los Z y los T («táctiles»), somos en gran parte hijos de la
arroba. Los niños de ahora viven inmersos en su burbuja de silicio,
aluminio y demás materiales con los que están hechos las pantallas de nuestros ordenadores,
tabletas, libros electrónicos, PlayStations y la estrella de la función:
los móviles. Yo, que soy de los Z, a veces digo en broma (o no tanto)
que no deberíamos llamarla Z, sino ZZZ, porque la Z es cosa
de zombis, mientras que la ZZZ, de adormilados. Perdonen la digresión.
Me disculpo de antemano si peco de occidentalocentrismo,
pero apenas puedo hablar de Oriente, aunque ahí están e irrumpiendo con fuerza,
como un tsunami o como su Godzilla. Y es que, hasta hace poco, han sido los EE. UU. quienes han cortado el bacalao ‒ahora parece que les toca a los chinos‒: «Jorge
Arbusto» padre, «sonrisas» Clinton, «Jorge Arbusto» hijo, Obama (que, siendo
negro en un país donde no hace mucho que los apaleaban, he indeed could)
y el «ínclito» Trump. Los nacidos en los cincuenta y sucesivos ‒más o menos
hasta los setenta‒ tuvieron a sus indios y cowboys; quizá los nuestros hayan
sido los marines e iraquíes (o los marines y Al-Qaeda).
Desde el muro de Berlín, sin duda el acontecimiento más mediático ha sido el atentado de las Torres Gemelas aquel funesto 11‒S de 2001 (por entonces, los Z aún nos estábamos chupando el dedo). Y hablando de verticalidades, tal vez otras un poco más entusiastas fueron las colas a las puertas de las librerías con cada nueva novela de la saga de Harry Potter ‒probablemente, la que más ha influido en nuestro bagaje lector (hablo en general)‒. Por si les interesa, aunque a mí también me gusta, reconozco que tengo otros favoritos (Salinger, Kurt Vonnegut, Stephen King...). Después ya vinieron los Crepúsculo o Los juegos del hambre y otras distopías (pregúntense si ese interés surgió como respuesta al mundo‒burbuja Flower Power en el que vivíamos).
En este punto, admito que hablo como
un «fortunate son» de clase media en una sociedad «avanzada». Lamento que no se
pueda decir lo mismo de otros tantos hijos de los noventa y de los dos miles de otras
partes del globo. Además, los jóvenes europeos de clase media (y alta) tenemos
la gran suerte de no haber vivido ninguna guerra mundial ni civil ‒a diferencia
de muchos de nuestros bisabuelos y abuelos‒. Así confío en que sigan las cosas
(salvo que al amigo Kim Jong-un se le vaya un día la pinza, o a Trump el
remolino del flequillo, y la preparen por alguna disputa arancelaria u otra
escaramuza comercial). En el caso de los americanos, les compadezco por lo del
Golfo e Irak. Y de los sirios ya ni hablo, porque pobres lo que han tenido que
tragar…
Ahora vivimos bajo el monopolio de Google, que ha comprado medio mundo mientras se reparte el resto del pastel con Apple, Amazon y Disney ‒los nuevos Victoria, Guillermo II, Nicolás II y cía., en una versión actualizada de esa famosa imagen de los imperialismos de finales del XIX‒. A Google pertenece YouTube, donde solemos ver a los influyentes o nos calzamos la playlist de los Ed Sheeran, Rihanna, Billie Eilish, J Balvin, Maluma y otros. Disculpen mi ignorancia, pero en materia de música actual controlo poco. En eso, me he quedado anclado en los ochenta (y de ahí no paso, ni quiero). Y bueno, con el iPad y sus adláteres de la i‒ podemos pedirnos unas Vans, un Kindle, un póster de MUSE, una funda del Joker (que nunca pasa de moda) o un destornillador mientras vemos la última de Vengadores en la tele ‒que, junto con Star Wars, nos convocan en masa a las salas de cine‒. Y estos quizá sean demasiado actuales, pero ya antes teníamos las de Tarantino, Matrix, todas las inolvidables de Pixar, Avatar o incluso las adaptaciones de la saga de Harry Potter, amén de las series, como Breaking Bad, Game of Thrones o Stranger Things, por citar algunas.
Tal vez lo más curioso de las últimas
generaciones es que uno puede contemplar a Trump rebuznando mientras escucha en
segundo plano el nuevo álbum de la Perry o ve un anuncio en el que todo un George Clooney
aparece promocionando una marca de cafeteras.
Estoy seguro de que me dejo muchos recortes
en este collage. Los animo a que lo completen como quieran. Mientras
tanto, les deseo que las ZZZ generacionales vayan para sus felices
sueños. Y que todo esto haya sido una broma, una más de este universo de
Dylans, Joels y futuros y brillantes rapsodas posmodernos.
Burgos,
17 de mayo de 2020 (annus horribilis)
Comentarios
Publicar un comentario