La
reciente lectura de un artículo que hipotetizaba en torno a una sociedad
post-COVID me trajo a la memoria la película Blade Runner (que tanto
admiro y a la que a menudo recurro en mis reflexiones). La tesis del artículo afirmaba,
más o menos, que es muy probable que los estados acaben siendo meros comparsas
supeditados a un consorcio de las grandes tecnológicas, como Google, Amazon o
Microsoft. Así dicho, puede sonar a novela orwelliana, pero nada más lejos de
la realidad. Las nuevas divinidades ya han llegado ―y parece que no de forma
transitoria―.
En
Blade Runner, como les decía, asistimos a una versión de un Los Angeles diezmado
por una atmósfera tóxica, la superpoblación y el corporativismo salvaje ―¿y eso
es ciencia ficción?―. A la luz de sus personajes, comprobamos cómo apenas ha
quedado resquicio para la espiritualidad. Lo que queda de la humanidad en la
Tierra (pues muchos terrícolas han emigrado a las «Colonias del Mundo
Exterior»), metonimizada en Los Angeles, deambula de aquí para allá bajo
la apabullante presencia de los grandes Ojos. Esos Ojos no son otros que las poderosas
corporaciones que monopolizan la economía, entre ellas, la Tyrell, fabricante
de los androides que debe «retirar» el protagonista a lo largo de la cinta.
Visualmente, los realizadores se lucieron; y es que creo que una pirámide, sede
de la Tyrell en la ciudad, es la construcción que mejor ilustra lo que quiero exponerles.
Todos sabemos que el ser humano, desde que ha sido ser, se ha refugiado en la espiritualidad ―aquí, en Etiopía y en Babilonia―. Desde el animismo, el politeísmo y más tarde el monoteísmo, el hombre siempre se ha buscado unos dioses. Y, hasta hace bien poco, los ha tenido cerca. Sin embargo, a lo largo de los últimos años (no me atrevo a acotar), las posturas agnósticas y ateas han ido cobrando más vigor. Hasta donde yo sé, creer en el judaísmo o en el cristianismo implica comulgar con lo que dicen unos cuantos libros sagrados. Si uno «traga» con ello y cumple con lo que ello le exhorta a hacer, ya tiene el camino al Paraíso bastante más expedito que los que no. Al menos, desde el punto de vista de un creyente. Después existe la figura del confesor y demás, pero en general el único nexo entre la intimidad personal y una instancia suprema son ese, o esos, libros sagrados. Hoy en día, en cambio, estamos adoptando unos nuevos dioses ―quizá de forma progresiva, incluso inconsciente en algunos casos, pero es un hecho―. El problema con esta nueva comunión, por llamarlo de algún modo, es que estamos prostituyendo nuestra propia privacidad durante el proceso. O, si lo prefieren, vendiéndola por un plato de lentejas; o sacrificándola, como casi hizo Abraham con su hijo Isaac. En esta moderna agonía teológica, el que está muriendo no es solo Dios, como dijo Nietzsche, sino también todos nosotros. Y es que parece que el ser humano, desesperado por encontrarle un sustituto, lo está fiando todo a unos nuevos mesías.
Según
la deriva que está tomando buena parte de este mundo, todo invita a pensar que
poco a poco está asentándose una nueva forma de espiritualidad: el culto al yo,
originado por el narcisismo de las RRSS, pero también a aquellos que nos
impelen a actuar en ese sentido. Mientras tanto, ellos siguen traficando con nuestros
datos, manipulando la información y condicionando nuestras preferencias. Que yo
sepa, nunca la Torá, los dos Testamentos o el Corán han
sido tan peligrosos (y a la vez enriquecedores para muchos) como ahora los
algoritmos, las cookies y demás sacrosantos. Y lo peor es que, en el
camino, se están llevando por delante a nuestros hijos, padres, abuelos, tíos,
sobrinos, cuñados, amigos y, por qué no, también a nosotros mismos. ¿No creen
que se lo estamos poniendo demasiado fácil? Si es así, pregúntense si de verdad
desean comulgar con esto.
Sociego,
Burgos, 26 de julio de 2020
Lúcido y pesimista, pero, como todos, atrapado en el engranaje.
ResponderEliminar