Me
sorprende la cantidad de adeptos que últimamente se ha adscrito a la moda del
lamento. Hace unos días, se popularizó en Twitter la etiqueta #Vaya2020, una
iniciativa en la que los usuarios colgaban imágenes suyas antes y después de
que se desencadenara esta pandemia. Así, de manera alusiva (y probablemente
inconsciente), el público se ha retrotraído al tópico clásico de la Edad de oro,
un estado primigenio en que, pobres infelices, ignorábamos todas las desgracias
que se cernían sobre nosotros en un futuro nada lejano. Como si antes de todo
esto viviéramos en la más completa inocencia.
Todos sabemos que esta pandemia, además
de las mortales, también se ha cobrado unas cuantas víctimas más: las
económicas. Y es que, aunque suene duro, muchos de los nuevos desempleados no
recuperarán sus trabajos. La cada vez más ingente automatización está convirtiendo
un porcentaje de la actual mano de obra humana en algo totalmente prescindible
―una mano de obra que parece abocada a encadenar una precariedad tras otra, a
arrastrarse como una cadena de latas o una ristra de salchichas amarradas a un
tubo de escape, a una chimenea humeante o a una cadena de cocina de McDonald´s―.
Sin embargo, lo que más me choca es que los que más han sufrido las
consecuencias son, en general, los que menos levantan la voz ―o, al menos, si
lo hacen es de una forma muy discreta, alejados de las calles y de las
barricadas―. Al margen de los de arriba (esos comen aparte), a veces da la
impresión de que el resto de la sociedad se divide en dos clases: los que aguantan
y los que protestan. Es cierto que una no es incompatible con la otra, si bien
parece que, al hilo de este reciente fenómeno virtual, la brecha entre ambas se
ha ampliado. No cuestiono que haya quienes verdaderamente lo han pasado mal y
ahora necesiten desahogarse ―ya sea por Twitter o por cualquier otra vía―, pero
sí da la sensación de que muchos de estos del #Vaya2020 destilan un
cinismo y un egocentrismo repulsivos. Al fin y al cabo, no tiene pinta de que su
situación se revierta por más que eleven sus plegarias al cielo, a la «Gran
Nube»
de Internet o a donde proceda. De
ahí que a veces uno sienta que estamos creando ―si no estamos inmersos ya― una comunidad
de plañideras. A diferencia de los antiguos cortejos fúnebres griegos, en los
que se retribuía a aquellas mujeres por rasgarse las vestiduras y derramar unas
cuantas lágrimas, la única gratificación de las plañideras actuales consiste en
un poco de aprobación por parte de los otros miembros del «clan». (Por cierto,
cuando digo plañideras, me refiero tanto a mujeres como a hombres, no se
me confundan.)
Llama asimismo la atención el que esas
mismas plañideras crean que, cuando saltemos de año, las cosas van a cambiar.
Como si la división de nuestra cronología en doce meses ―puramente arbitraria y
artificial― marcase o se correspondiese con cambios de ciclo naturales. Por lo
visto, muchas de esas plañideras deben de aguardar la llegada del 2021 como si
se tratase de una barrera de contención: miren, aquí, a un lado de la frontera,
las desgracias, propias del 2020; al otro, las compensaciones del 2021. No se
preocupen, seguro que 2021 será el boleto bueno. Esta vez sí tocará. Una de cal
y otra de arena, ¿verdad?
Y, aunque quizá esto sea ya una
paranoia personal, parece que todas esas plañideras tienen un filtro para la
historia. A muchas parece habérseles olvidado otras épocas (e incluso ciclos)
tanto o más fatídicos que este. Ahí tienen otra gran pandemia ―nada menos que
la peste bubónica― durante buena parte del siglo XIV, sesenta años de guerra a
escala europea entre 1580 y 1640, o dos guerras mundiales entre 1914 y 1918 y
1936 y 1945 (en menos de treinta años, dos guerras de ese calado. Casi nada),
entre otras. Evidentemente, tampoco faltarían las plañideras de turno por aquel
entonces. La diferencia es que muchos de esos afectados no tendrían ni la
necesidad ni el tiempo de ir pregonando lo inocentes y desprevenidos que
andaban justo antes de la hecatombe. Bastante tendrían ya con la reconstrucción
de su mundo. Ahora no. Lo que se lleva es el llanto y la autocompasión, una
actitud muy incentivada por las redes sociales. Y es que, alguna vez creo
haberlo mencionado, las redes parecen haberse convertido en una especie de
consulta psiquiátrica, un lugar en el que verter nuestras penas, nuestras
neuras o nuestras infantiladas, aguardando el aplauso, la aprobación o
la complicidad de otra panda de plañideras de diván.
Desconocemos qué nos reservan estos
últimos meses de año. Hay quienes hablan de invasiones extraterrestres,
colisiones meteoríticas o incluso de apocalipsis y armagedones. No lo sé. No
conviene descartar nada. (A todo esto, bastante están tardando los famosos
aliens del Área 51 en manifestarse, ¿no creen? Puede que ya vaya siendo hora de
su aparición estelar.) Lo que queda claro es que, independientemente del rumbo
final de este 2020, las plañideras no dejarán de gemir desde su casa. Al menos,
hasta 2021. Para entonces, quizá sea ya otra historia.
Sociego,
Burgos, 6 de septiembre de 2020
Plañideras, negacionistas, las redes, el confesionario... Y allá por el mes de marzo, recién comenzado el confinamiento ¿qué frase se repetía machaconamente y con pocas variantes?
ResponderEliminarRespuesta: esta pandemia nos hará mejores.
Ya, ya.