Leía
hace poco en una entrevista a Javier Marías de hace algunos años que cuando uno
da su opinión, y más si colabora en un medio público, trata de buscar el ángulo
distinto, en la medida de la posible. Por supuesto, hay una serie de temas que
a estas alturas de la «película» no merecen ni discusión, por una mera cuestión
de cambio de mentalidad. Comparto con él, en cambio, que últimamente parece
haberse impuesto un consenso algo asfixiante en torno a ciertos temas, un consenso
plagado de superficiales (y a menudo poco originales) puntos de vista.
Sin
ir más lejos, a Marías, entre otros, se le ha llegado a tachar de machista,
casposo o señoro por su visión acerca de temas tan delicados como las
denuncias de abusos sexuales y otras lindezas que implican ojos atrevidos y
cuellos inquietos. Personalmente, nunca me ha parecido nada de aquello de que
se lo acusa. Ni de lejos. Lo que sucede es que hay quienes gustan de
tergiversar o, peor aún, simplificar y se dedican al noble arte de la difamación
en nombre de una supuesta integridad moral de la que el autor, según esos iluminados,
carece. De cualquier forma, es cierto que, según la teoría de Overton, el
debate ideológico está tan estrechado que cualquier opinión que intenta deslindarse
un poco del encorsetamiento es inmediatamente vituperada y, claro está,
condenada. Más allá del monotema con el que llevamos desde marzo, a veces tengo
la impresión de que la mayoría de las columnas de opinión ―tanto nacionales
como extranjeras―, especialmente de medios considerados progresistas o abiertos,
están cortadas por el mismo patrón. ¿Que ha habido alguna denuncia por presunto
abuso sexual? Se tiende a dar la razón a la víctima y se priva directamente al
acusado del beneficio de la duda (con casos de violencia racial, más de lo
mismo). Algo similar está ocurriendo con Donald Trump, quien parece tener los
días contados en la Casa Blanca. Tras los resultados de las interminables
elecciones, se reanudó la incesante campaña en su contra iniciada incluso antes
de su nombramiento como presidente y formada por una serie de diatribas y
consignas machaconas que, de una manera excesivamente simplona, lo pintó como
un demente y poco menos que el mismísimo Anticristo y Destructor de Mundos. Sin
ser precisamente santo de mi devoción, hay que reconocer que el ensañamiento ha
resultado en ocasiones desmesurado, hasta el punto de que ha llegado a eclipsar
lo (¿poco?) bueno que ha hecho por su país. Y es que, tosca y descaradamente,
se ha ido fabricando y presionando una mordaza contra ciertos individuos o
grupos por atentar contra aquello que algunos, igual de peligrosos y
autoritarios que los autoproclamados paladines de la recta conducta y la virtud,
llaman consenso progre. Dentro de esos disidentes, el espectro es
amplio, pero inevitablemente se uniforma.Y ahí reside precisamente el peligro:
las invectivas de unos sirven de diana para los dardos emponzoñados de los
otros, de forma que uno casi acaba viéndose forzado a posicionarse de uno u
otro lado.
De
lo que algunos parecen no percatarse, o simplemente pasan de hacerlo, es que de
ahí surge un problema tan grave como la polarización, compañera de la discordia
y enemiga de la dialéctica. Y, sin embargo, luego bien que nos quejamos. Creo
que es necesario desprenderse del miedo a la opinión sincera, atrevida. Plegarse
a los criterios de la masa que le da a uno de comer es muy fácil, pero a fin de
cuentas lo interesante de las opiniones es el contraste, si es que es eso en lo
que se basan nuestras democracias, quizá el único sistema tolerante con la
disidencia. Así pues, si de veras deseamos preservarlas, primero hay que evitar
que esto acabe convirtiéndose en toda una conjura de necios.
Sociego,
Burgos,
29 de noviembre de 2020
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