DEL NARRAR EN TIEMPOS DIFÍCILES


"The Boy In His Bubble"

A mis lectores, presentes y futuros.

A A.Q., M.V. y A.M. (a ellos, especialmente a ellos)

 

I cracked through time, space, Godless and dry

“How The West Was Won And Where It Got Us”, R.E.M.

Cervantes y decadencia del Imperio español del XVII, Voltaire y la Francia ilustrada del XVIII, Shelley, Polidori, Radcliffe y Walpole y la irrupción del psicologismo de principios del XIX, Dickens y los boroughs industriales de la Inglaterra decimonónica, Flaubert y las grandes revoluciones liberales del XIX, Kafka y Camus y la desolación del hombre moderno, Bulgákov y la Revolución, Steinbeck y la Gran Depresión, Salinger y la Norteamérica de posguerra, Rulfo y Gabo y la Sudamérica a la deriva de los sesenta, Scott Fitzgerald, Capote y Philip Roth y la disolución del Sueño Americano. Historia literaria frente a tiempos recios.

«No puedo evitar pensar que la nuestra es una época anodina», les comento a mis amigos y colegas escritores, pipiolos todos en esto de la narrativa. Lo de hoy, como ya habrán intuido, es más personal que de costumbre. Me llama la atención que, de estos amigos que escriben de manera asidua y que, supongo, aspiran a hacer algún día de la pluma profesión, unos se han dado ―y se están dando― a la fantasía, y otros, a la Historia (así, en mayúsculas). Yo, confieso, no me veo tentado por ninguna de los dos: por la fantasía, quizá por falta de imaginación, quizá por influencias literarias, quizá (o seguro) por escasez de conocimiento sobre el género ―con Tolkien, a pesar de mi afición con las películas, admito que no pude―; en cuanto a la histórica, tuve mi etapa (Graves, Posteguillo, Follett, Pérez-Reverte), pero creo que aquello ya pasó. Me sucede además que no me veo ni tentado ni tampoco capacitado para abordar temas como la guerra (nada más y nada menos) o el ejercicio del poder y sus a veces fatales consecuencias. Se lo mencioné a uno de ellos y me respondió que le gustaba el tema de la guerra por todas las posibilidades que a uno le ofrecía. Tras no sé cuántos siglos, no seré yo quien lo niegue. Ahora bien, por poderosa que sea la imaginación, creo que para hablar de la guerra ―para hablar con propiedad de ella― uno tiene que haber estado allí, haber olido la sangre, tragado el barro, soportado el estruendo y la furia de obuses, cañones, ametralladoras, bombarderos, tanques y demás parafernalia, sentido el roce del acero, las extremidades chamuscadas, los huesos rotos, los jirones de piel colgantes, los tendones desprendidos de la carne, los rostros sin ojos, la muerte. De los «grandes temas» (el amor y sus desavenencias, la muerte, la vanidad, la justicia y a lo sumo tres o cuatro más) la guerra es el que más me impone puesto que considero que es el más reacio a recreación sin el peso de las vivencias. Con más o menos acierto, el «sartrecillo valiente» (A.Q.) ―él ya sabe por qué digo esto; y con el permiso de un joven Vargas Llosa― lo ha hecho.

Recientemente, puse punto final (o mejor dejémoslo en seguido, pues aún le quedan unos retoques) a una, mi primera, novela que, en cuanto el horizonte se despeje un poco, espero publicar; pero de eso ya tendrán noticias a su debido tiempo (no es mi intención aquí autopublicitarme, si bien reconozco la pícara mención: la negación de una idea implica, paradójicamente, su mera existencia). Ahora trabajo en un libro formado por una serie de relatos y una novella ―en el sentido anglosajón del término― y, en mi particular paisaje narrativo, van cobrando poco a poco forma otros dos proyectos novelísticos que de fantástico tienen poco y donde la historia, o Historia (si me permiten la licencia), está presente de forma tangencial. Francamente, no soy muy amigo de etiquetas (y menos aún en esta gran sopa de la literatura y, por extensión, del arte). Ahora bien, estoy casi seguro de que los críticos, esos seres generalmente pagados de sí mismos, algo resentidos y omniscientes detectores de símbolos, motivos del psicoanálisis y claves autobiográficas autoriales ocultas que los ignorantes no alcanzamos a ver, encasillarían mi todavía discreta producción en el realismo. ¿Y qué quieren que les diga? No me parece ni bien ni mal. Me quedaría como estoy. En esto del realismo cabe de todo: la cotidianeidad, en su inmensidad, repleta de idealistas frustrados y realistas resignados (y viceversa), histéricos seres de su tiempo, celebridades vanidosas, psicópatas y asesinos seriales puerta con puerta («fíjese que parecía un chico de lo más normal»¸ comenta una de esas histéricas), escépticos creyentes y creyentes escépticos, políticos balbuceantes, judíos reprimidos, adolescentes airados, familias disfuncionales, intelectuales aventureros y escritores en bloqueo creativo (personajes predilectos del posmodernismo literario), entre otra fauna. Ya ven, pues, qué imprecisión. A nada que uno medita un poco más sesudamente, se encuentra con presidentes quijotescos, enrocados en su propia realidad; la nefasta cultura de la cancelación (un tema fascinante, si les soy sincero: una suerte de híbrido entre el puritanismo victoriano, el mismo que acabó con el gran Oscar Wilde, y la inquisitorial era macartista que autores como Arthur Miller combatieron con denuedo); la crisis identitaria del hombre occidental (y lo siento mucho, pero aquí me suena mejor hombre que el neutral ser humano), medio apátrida y modelado, prácticamente al ras, por los mismos referentes culturales que sus coetáneos; el foro romano, o corral de comedias, o playhouse, o vertedero postapocalíptico de esta época, las redes sociales (material jugoso que exige, no obstante, extremo cuidado y gran ingenio como objeto narrativo); o esa gran sombra que se cierne sobre todos nosotros (y que acabará eclipsándonos si no empezamos ya a ponernos drásticos), el cambio climático. Chicha hay, ¿no creen? Y es que, a pesar de mis ―nuestras― quejas de escritores nóveles, a pesar de esa sensación colectiva de padecer una época anodina, una realidad no lo suficiente estimulante o inspiradora (concepto asociado a las musas y que conviene coger con pinzas), aunque parezca que vivimos en el «mejor de los mundos posibles» (¡¿qué diría Cándido?!), este «fin de la Historia» fukuyamano (¿?), hay hilos de donde tirar. Las opciones son muchas, ya ven. ¿Y a qué toda esta enumeración?, puede que se estén preguntando. Pues principalmente a dos cuestiones (y les pido que disculpen esta tardía Captatio benevolentiae, o falsa humildad, si lo prefieren): este soy yo, atrapado en un cuerpo, sujeto a/de un espacio y de un tiempo, y este es mi radio, si no de acción, sí al menos de observación. Lejos de mis «poderes», consideren esto una réplica ―a mis colegas y a mí mismo― y, si quieren, una invitación, porque más allá de magos y transfiguraciones, de gestas y causas perdidas y (re)conquistadas, no todo es banal en esta burbuja. Hay días en que, viendo todo lo que quiero y planeo escribir, mi único deseo es seguir vivo al menos diez años más (supongo que, a mi edad, tampoco es mucho pedir). Y es que solo necesito eso: tiempo para sostener ―y clavar― el alfiler en esa fina membrana esférica. Tiene pinta de que por ahí tiraré los próximos años y, si en el camino me pincho, siempre podré replantearme recurrir al «hace mucho, mucho (o no tanto) tiempo, en Muy, Muy Lejano». (Con cariño, M.V. y A.M.).

 

Sociego,

Burgos, 22 de noviembre de 2020


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