La reciente lectura de un ensayo de mi amigo Alejandro Quecedo sobre el cambio climático ―una desgracia que acabará con todos nosotros si no nos ponemos drásticos ya― me ha llevado a replantearme una serie de cuestiones, entre ellas, la idea de progreso.
En
el siglo XVIII, quizá el mayor punto de inflexión en la
cultura y en la cosmovisión occidentales, se desató la famosa querella de los
antiguos y los modernos, que luego satirizaría Jonathan Swift. Aunque de
distinta índole, quizá a los amantes de la ópera les recuerde a esa otra entre
los partidarios de la ópera seria francesa y la comedia italianizante. Ya ven
pues que esto de las querellas no es nada nuevo. En el citado ensayo, se alude al
concepto de progreso según Walter Benjamin, filósofo de la Escuela de
Frankfurt, en el que, mediante la figura del cuadro Angelus Novus,
ilustra la delirante deriva del «progreso» como ese ángel que aletea de
espaldas hacia el futuro mientras contempla, desolado, las montañas de despojos
que va dejando atrás el transcurso del tiempo. Etimológicamente, eso es lo que
significa progreso, `caminar adelante´ (Corominas y Pascual). A partir de uno, se plantea si no sería
necesaria una reexaminación del término. ¿De verdad creen que la Historia humana
camina, y siempre, hacia delante? Permítanme dudarlo. No puedo evitar pensar en
otra posible querella, la de los involucionistas y los evolucionistas.
Sin
ánimo de ponerme metafísico o lingüista, ¿qué entendemos por progreso?
¿Una recta tendente a infinito? ¿Un vector fruto de la inercia histórica? ¿Una
palabra que a todos nos gusta oír antes de ir a votar y en la que representamos
a científicos y a ciudadanos en armonía, sonrientes y retozando en un edén?
¿Cuánto de progreso hay en el progreso? Se da en el ensayo el escalofriante
dato de que en cien años hemos producido un impacto ecológico equivalente
al de los últimos tres y pico millones de años (y más) que parece que llevamos
aquí. Con estos precedentes, se me vienen a la cabeza imágenes como la del uróboros
que se devora la cola o la de esa escena de 2001 de Kubrick, la
transición (vertiginosa) entre el mono y su hueso y la nave espacial. Y es que aquello
que llamábamos progreso encierra también destrucción. No sé a dónde queremos o
pretendemos llegar.
Más
de uno evocará esa primitiva edad de oro y se preguntará en qué momento trocamos
ese territorio virginal, idílico por todo lo que tenemos ahora. Nos hemos
creado una serie de comodidades a las que a estas alturas no podríamos
renunciar: locales de ocio, aparatos eléctricos, productos de higiene,
dispositivos tecnológicos… Lo veo cuando, por mi condición de estudiante itinerante, me toca hacer maletas:
si uno de los primeros Sapiens o un heleno de la Atenas del siglo V a.C. o un romano
de la República del III a.C. viera todo lo que meto ahí, me preguntaría cómo hemos llegado a tanta sofisticación. No sabría qué responderle, la verdad. Eso por no hablar de simulaciones
virtuales, drones espía (máquinas de matar perfectas), androides con conciencia
y sentido de la ética, algoritmos, simuladores de éxtasis místicos (como los de
la novela Do Androids Dream of Electric Sheep?) y otras lindezas blackmirrorianas.
La analogía es fácil: imaginen a un niño construyendo una torre de madera. Va
añadiendo bloques, uno tras otro y tras otro hasta que aquello se desmorona. Es
como si hubiera llegado un punto en que, ahítos de libertad, nos hubiéramos
puesto a hincar la pala en la tierra sin saber siquiera con qué nos encontraríamos,
como esos buscadores de oro, o como si nos
hubiera dado por estirar el progreso sin fundamento, cual chicle o pegote de mozzarella,
o como la hamburguesa de arriba, un sótano de sésamo aplastado bajo el peso de pisos
de queso fundido, beicon con salsa barbacoa, carne de vacuno ―o eso se dice― y
no sé qué más, coronado por más sésamo. Resulta hasta obsceno.
Ante
la deriva que está tomando el planeta, nuestra casa común, cabe preguntarse
si conviene parar el reloj y, quizá, dar una pequeña marcha atrás. No
creo que sea malo, francamente. Si al niño se le cae la torre, que le salten
las piezas en el ojo. Yo no quiero ayudarle a poner más piezas en su torre. Yo
no quiero acelerar el Armagedón.
Sociego,
Burgos,
8 de noviembre de 2020
Hoy estás pesimista. Y no es para menos. Pero no podemos renunciar, al menos totalmente, a todo lo conseguido y construido siempre sobre todo lo que nos fueron dejando los que nos precedieron (creo que aquí podría usar la expresión "a hombros de gigante"). Citas los Sapiens, a los helenos del s. V aC y a los romanos de la IIIa. República. ¿Acaso ellos no construyeron, inventaron, dejando avances que sorprendieron a coetáneos y permitieron los avances posteriores? ¿A qué renunciamos? ¿Dónde nos paramos? No, hay que seguir adelante; eso es intrínseco al género humano
ResponderEliminarEl límite está en razones éticas que nos ayudarán a controlar avances, a no seguir por derroteros destructores.
Vaya. No pensaba extenderme tanto.
Por cierto, consulta la Querelle des Anciens et des Modernes. Ya la tengo muy olvidada, pero recuerdo que en ella intervinieron Perrault, Boileau y Racine.
ResponderEliminar