Recientemente,
el Gobierno de España anunció la propuesta de creación de un nuevo organismo para detectar y
combatir las llamadas fake news (o su alternativa en español, poco
reivindicada, bulos). Y es que, al margen de lo que me sugiere esta
medida, es un tanto preocupante esta creciente indiscernibilidad entre lo falso
y lo real.
La
mentira forma parte del ser humano desde que el primer Neandertal profirió uh
―o desde que Dios creó a Adán, que hay para todos los gustos―. Mentimos porque
nos conviene, o porque queremos ocultar una verdad dolorosa, o porque la verdad
no siempre es diáfana, o simplemente por el mero placer de mentir ―hay cierto
componente lúdico en la mentira―, de ahí que hablemos de mentiras a secas,
mentiras piadosas, medias verdades (o medias mentiras, según cómo se mire) o
mentiras y mentirosos empedernidos. Parece, pues, que la mentira es algo
inherente al individuo. Sabemos, además, que como seres sociales necesitamos de
estructuras y organismos jerárquicos para poner un poco de orden en todo este
caos de pequeñas conciencias. Sería por tanto inocente pensar que la mentira se
diluye en cuanto el individuo se superorganiza y se funde con otros en
un ente común. La mentira sigue estando. Mintió el emperador de Roma, mintió la
Iglesia, mintió el señorito del feudo, mintió el cortesano zalamero, mintió el
rey, mintió el burgués, mintió el obrero aprovechado, mintió el caudillo bantú,
mintió el vecino y el censor y el dictador y también el hermano y el padre y el
amante y la esposa y el marido. Mintieron ―mentimos― todos. Sin embargo, el
problema no es tanto la presencia de la mentira como el hecho de normalizarla y
aceptarla con resignación. El escepticismo posmoderno en que nos hallamos
anclados ―«la verdad es relativa», «todo depende del color del cristal con que
se mire» y todas esas cosas, ya saben― ha logrado en cierto modo que hayamos acogido
la mentira como una especie de lacra familiar, ese miembro molesto e impertinente
que nadie soporta pero al que se acaba tragando. Cada vez que sale un
nuevo bulo ―cada vez más frecuentes―, nos limitamos a dejarlo pasar e incluso
en algunos casos a leerlo y a difundirlo. Algunos incluso lo harán con toda su
buena moral («son hechos alternativos», supongo que se dirán a sí mismos,
parafraseando a la señora Conway, la «ingeniosa» asesora de Trump), ignorando las
toxinas del veneno que están liberando. Es cierto que uno nunca sabe qué hay de
verdad, o de mentira, en las palabras del otro (lo único seguro es ser sincero
a uno mismo). El discurso oficial no siempre es el verdadero, o el más
objetivo, desde luego. Ahí tienen por ejemplo la famosa polémica acerca de la
Leyenda Negra española, de si se debería celebrar el 12 de octubre o no y demás
parafernalia. La Historia nos ha demostrado que abundan los correlatos
sesgados, muchas veces al servicio del gobernante o de la religión preponderante
de turno. Y, con eso, de un discurso mentiroso puede surgir otro igual de
mentiroso que refuta el primero. Curiosa ironía.
La
irrealidad, el medio líquido en que vivimos, incrementa nuestra credibilidad.
Desde la burbuja, se tiende a ver las cosas mucho más difusas e inestables. Son
tantos los avances en la facilidad para el engaño ―los deep fakes, el
paroxismo― que uno no para de cuestionarse las nociones y los límites de lo
real. Llegará un punto en que habrá que salir a la calle y tocar la corteza de
los árboles, incluso palparla, olerla y, si me apuran, hasta lamerla para asegurarse
de qué es real: el imperio de los sentidos, el fetichismo empirista.
Con
semejante panorama, una posible solución sería un extrañamiento de la
mentira. Se puede ser leal a la verdad propia sin caer en la tergiversación. No
necesitamos protectores de la Verdad, sino servidores de su propia
verdad, aunque por naturaleza seamos mentirosos y para algunos la verdad esté
en las propias mentiras. Cotejemos fuentes, dudemos de todo para llegar a la versión
más objetiva posible, aunque al final quizá lo único que nos reste sea la
afirmación del yo. Abran su Windows o su Apple y adéntrense en el yermo
territorio de los carroñeros de hechos, pero si acaban airados y
descerrajándole un par de tiros a su monitor no digan que la culpa fue de Bill
Gates. No al menos en ese caso.
Sociego,
Burgos,
14 de noviembre de 2020
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