DON´T LOOK BACK IN ANGER

 

No miramos hacia atrás con ira, como la canción de Oasis, sino con una mezcla de anhelo y nostalgia. A medida que nos acercamos al final de año (apenas semana y pico, desde que escribo esto) nos complacemos, aliviados, de que este, para muchos nefasto, 2020 toca a su fin. Así, uno percibe cierta sensación de congratulación conjunta ­­—teñida, en muchos casos, de un narcisismo enmascarado bajo la colectividad— por la que, creyéndonos héroes por no hacer nada más que cumplir las normas e intentar atenernos a las recomendaciones sanitarias (lo que viene siendo una mera cuestión de responsabilidad cívica y madurez personal, para muchos hazaña o gesta merecedora de algún tipo de compensación, como al niño premiado con una piruleta por su buen comportamiento), intentamos refugiarnos en un optimismo que «todo lo cura», dándonos golpes en el pecho y confiando fervientemente en que para verano, si las vacunas demuestran ser de veras eficaces, hayamos recuperado nuestras vidas de antes. No sé ustedes, pero a mí me parece triste pensar que eso es a lo que aspiramos, a dejar volver a la inercia y a recuperar algo que muchos no saben ni qué es. Si algo bueno ha traído esta pandemia es que todo lo malo se ha tomado una forzosa tregua. La vida se alimenta de la acción. Por mucho que los repudie, el ser humano necesita el conflicto, el enfrentamiento, la división y la polémica (unos más que otros, todo sea dicho), de ahí las ideologías, los nacionalismos, las guerras de religión o simplemente los prontos de los dementes de turno (y aquí metan a políticos o a quien les dé la gana). Me corrijo: no ha sido tanto un parón o una tregua como una rebaja. Es como las olas, van y vienen, con mayor o menor furia, pero nunca se detienen —la calma nunca es del todo chicha—. Ya ven si no cómo prosiguen las negociaciones post-Brexit, la quijotesca actitud del todavía presidente Trump, las tensiones sociales en Hungría o Polonia o los bandazos de las veleidosas repúblicas hispanoamericanas. Eso es quizá lo más irónico de todo: aquello que supuestamente no queremos ver ni en pintura es lo que sigue su curso, más o menos lento, pero sigue. Nos cubrimos los ojos ante los horrores del mundo —que se supone que a todos nos espantan y suscitan desaprobación— y a la vez reivindicamos el retorno a una realidad que, a pesar de todo «progreso», no era el «mejor de los mundos posibles», como decía Cándido en la obra de Voltaire (tampoco el peor). A lo largo de la pandemia, sobre todo durante los primeros meses de confinamiento, se proclamaba e incluso se defendía aquello de que «esto nos hará mejores» y todos esos mensajes revestidos de buenismo impostado y engañoso. Francamente, no veo en qué. La única diferencia es que antes podíamos sacar la patita del umbral y ahora debemos mantenerla dentro. ¿Acaso los presos mejoran su moral —acaso se beatifican— por pasar no sé cuánto tiempo en una celda? ¿qué pasa, que porque el cuerpo está constreñido el alma se expande y purifica? ¿cómo es eso? Me sorprende, la verdad. Y es que, en todo caso, lo que se ha derivado de esta situación es una caída masiva de máscaras (por mucho que todos tengamos que llevar mascarilla, ha habido quienes se han quitado la otra, la de sus intenciones y carácter). Así, a modo de criba, ha habido quienes se han acabado descubriendo —tanto personalidades como personas de nuestro entorno—y demostrando cuál era su auténtica naturaleza (a modo de anécdota, dicen los periódicos que tras el confinamiento ha aumentado el número de divorcios; cada uno que hile y saque conclusiones…). Otros, en cambio, nos han demostrado que sí, que verdaderamente valían la pena. No todo iba a ser negativo, oigan.

Se suele decir que una de cal y otra de arena. Tras esta invectiva, y a pesar de todo, no me gustaría despedirme sin desearles unas felices fiestas y, sobre todo, salud. Del Feliz año me abstengo; prefiero no aventurar. Cuídense.

 

Sociego,

Burgos, 27 de diciembre de 2020

 

 


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