«Quiero ser artista», dice David
Shayne, el personaje de John Cusack en la película Bullets Over Broadway (1994),
de Woody Allen. El pasado 1 de diciembre Mr. Allen cumplía ochenta y cinco
años. Casi nada. Con motivo del aniversario, me dio por ver un par de películas
suyas pendientes: la citada y Love & Death (1975) ―aquí traducida
como La última noche de Boris Grushenko; fantástica también―. Antes de
nada, quiero dejar claro que esto no es una reseña, sino tan solo unas
reflexiones que inevitablemente suscita la cinta.
De nuevo, «quiero ser artista». Y una
vez más en boca de un individuo inquieto, dubitativo y frágil ―física y
mentalmente―, el clásico perfil del protagonista del universo de Woody Allen, que,
dramaturgo novel y fiel a la tan valorada autenticidad del artista, trata de
oponerse al prosaísmo y a la comercialidad de Broadway. «Soy una puta», llegará
a gritar desde su ventana, despertando a su pareja, que la verdad es que
tampoco ayuda nada y que encima le echa en cara que nunca supo comprender a las
mujeres. Las escenas de los ensayos son simplemente magistrales. En el fondo,
el elenco no es más que una pequeña muestra de la comedia humana: ahí tenemos a
la actriz neurótica Eden Brent (Tracey Ullman), una señora francamente insoportable
y ñoña, que trata a su perro como si fuera un niño; a la diva decadente (Dianne
Weist) de la que se encapricha o enamora, un tanto edípicamente, el
propio Shayne; el actor zampón (el prolífico Jim Broadbent), affaire de
la frustrada ―y poco talentosa, todo hay que decirlo― esposa de gángster, Olive
(Jennifer Tilly); y, para servidor la estrella de la función, el matón Cheech
(Chazz Palminteri), personaje riquísimo y (creo) el mejor escrito. Fuera de los
ensayos, da la sensación de que las personas detrás de los actores, los
«verdaderos» yoes, son los que representan las mejores escenas. Aquí, como
diría un crítico resabido, Allen podría estar sugiriendo que la realidad supera
la ficción.
Igual de interesante es el dilema que
se plantea en una de las escenas: un edificio arde. Dentro se sabe que hay un
inédito de Shakespeare, pero claro, también un tipo en apuros. ¿Qué salvo? ¿Qué
salvarían ustedes? Hay quienes, ante cualquiera de esas, siempre optan por
salirse por la tangente y escoger una tercera opción ―o simplemente no hacer
nada―. Otros en cambio abogan por la inacción, que para algunos es cobardía. No
sé hasta qué punto. ¿Vale lo mismo un Shakespeare, un Velázquez, una partitura
de Bach o cualquier otra pieza de «sublime Arte» por una vida humana? «Depende
del dueño de esa vida», responderán algunos. Y, a pesar de todo, aunque sea la
vida del mayor canalla que se ha dejado ver por aquí, un enviado del mismísimo
Satán, ¿quién es uno para determinarlo? Siempre he dicho que uno puede pasarse
la vida entera sin haber leído un solo libro, sin haber visto un solo cuadro o
sin haber escuchado la sonata «Claro de luna» de Beethoven o un tema de R.E.M.
(por citar algunos ejemplos de música hecha directamente para los dioses) y,
sin embargo, ser ―o sentirse― feliz.
Y es que, por mucho que se empeñen,
el arte no supera la vida. El arte no es más que un recurso (colóquenle todos
los adjetivos valorativos que deseen, pero recurso, a fin de cuentas). Hay vida
sin arte. No hay arte sin vida (RIP parnasianos). Incluso las realizaciones más
abstractas, mal que les pese a todos esos esnobs y místicos que creen estar por
encima de espacio, tiempo y dioses, aspiran a captar algún retazo de vulgaridad
(lo sublime también está hecho de vulgaridad). Los colores, las formas
―definidas o imprecisas―, los símbolos, las palabras, el silencio… todos
compartimentos de nuestra mente. Por eso el arco de Shayne me parece redondo (nunca
mejor dicho, ¿verdad?), pues su mayor epifanía se da en la vida y no en el
arte: ya no quiere ser artista, sino persona (que no es poco).
Sociego,
Burgos, 6 de diciembre de 2020
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