Hace
no mucho, apenas diez días, se celebró el día internacional del Sello Postal. Hace
mucho menos, ayer concretamente, se celebraba el Día Internacional de la Croqueta
(ya tiene delito que coincida con el de The Beatles, pobres…). Ante este
tipo de efemérides, uno no puede hacer más que quedarse perplejo.
Desde
que los santos han quedado algo apartados del laicismo, no se ha tardado mucho en
sustituir estos (curiosos) ritos por conmemoraciones de lo banal, de lo nimio,
de lo insignificante y hasta de lo frívolo. Para muestra: Día Internacional de la Aniridia, Día de las Redes Sociales, Día Mundial de la Religión (con su
correspondiente contraparte: Día Internacional del Laicismo), Día Europeo del Abrazo, Día Internacional del Derecho de la Ardilla,
Día de la Vaquita Marina, etc. ¿Cómo
se quedan? Cabe decir que tampoco faltan aquellos que recuerdan aquello que
desearíamos erradicar de la faz del planeta y que a pesar de todo ahí sigue: la
eliminación de las armas nucleares, el acceso universal a la información, la
«no violencia», la salud prostática (¡¿?!) … (Ya que nos ponemos, no nos vamos
a dejar a nadie.) Y es que, por más que uno se pregunta de
dónde viene toda esta absurda manía, cuesta hallar las razones. Milan Kundera,
en La insoportable levedad del ser, habla de lo kitsch,
definiéndolo de la siguiente manera: «El kitsch es incompatible con la
mierda»; supone «mirarse en el espejo del engaño embellecedor y reconocerse en
él con emocionada satisfacción». Casi nada, ya ven. No sé si estos de los días
internacionales tiene algo que ver con lo kitsch o no, pero la
definición se ajusta perfectamente a su naturaleza. Ya he mencionado alguna vez
que vivimos tiempos donde impera en el individuo una incomodidad ―incluso cierta
culpabilidad― que se traduce en actitudes frívolas. La situación en la que
llevamos desde el año pasado (casi un año ya…) lo ha demostrado: esa necesidad (muy
loable, todo sea dicho) de algunos por probarse a sí mismos y al resto su
enorme valía ―voluntarios, vecinos solidarios, entre otros―, así como los
reiterativos comentarios acerca de «nuestra lucha», las continuas quejas y
lamentos (inevitable), ese orgullo autocomplaciente de saberse en una época
histórica (todas las épocas son históricas, miren…), el cliché perpetuado, etc.
No obstante, esta peculiar iniciativa llevaba con nosotros anclada desde años
antes. Ignoro si todas estas actitudes (y otras) tienen algo que ver con esto
de las celebraciones internacionales, pero algo me indica que sí. Uno no sabe
qué es lo que pretenden exactamente: exaltar lo trivial, homenajear a ciertos
colectivos «olvidados», creyéndose así detallistas, o qué. No lo sé.
Francamente, me encuentro muy perdido ante este tipo de fenómenos.
Quizá,
después de todo, sea necesario volver a lo frívolo («el mundo en un grano de
arena») para hacer todo esto algo más llevadero o simplemente recordarnos
aquello de lo que nos gustaría ver el mundo privado y que sin embargo ahí
sigue. Y no sé, esto ya a modo de sugerencia, pero ya que nos hemos propuesto
recordar a todos, ¿por qué no se decreta también el Día Internacional del
Mentecato (por decirlo suavemente)? Seguro que muchos lo celebrarían. O no.
Sociego,
Salamanca,
17 de enero de 2021
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