Érase
una vez un trampero que cazaba alimañas. No era un hombre especialmente audaz o entrenado ―de hecho, muchos habrían tildado su estado físico de
«incapaz de correr más de medio minuto sin asfixiarse»―, pero sí muy decidido.
Como ser taimado que era, poseía su propio campo de operaciones. Para hacerse
con sus presas, había ingeniado un sistema muy eficaz que consistía en clavar
suculentos trozos de carne en una pica elevada, por la que las alimañas se disputaban
su dominio. Las unas se devoraban a las otras y, cuando apenas quedaban algunas
(no necesariamente las más astutas), estas trepaban hasta el montículo en el
que el trampero había colocado unos cepos. Estos se activaban al más mínimo contacto,
atrapando a las hambrientas criaturas y tornando el perímetro un collage
disperso de pellejos desgarrados y sangre fresca que, poco a poco, se resecaba
y se abrazaba a las briznas. Las tachas de sangre asemejaban manchas de vino
reseco sobre un mantel. Así, entre las que habían sucumbido ante sus propias
hermanas y aquellas que lo habían entre los impenitentes resortes, el trampero
obtenía su ración diaria de sustento. Pero un día que estaba especialmente
alterado por no se sabe qué, dispuso mal el cepo, quedándosele este atrapado en
las manos y provocándole gran dolor. El trampero gritaba y gritaba, pero nadie
acudía a socorrerlo ―ni siquiera sus colegas cazadores, mucho más pendientes de
atrapar sus propias presas―. No se volvió a saber nada más de él. Corren
rumores de que, habiéndosele amoratado e hinchado las manos como una berenjena
adulterada, ahora se gana la vida en un espectáculo de variedades, donde lleva
a cabo un número en el que se ha propuesto demostrar que puede con el peso del
mundo entero.
A
nada que anden ustedes un poco avispados ―y sé que lo son―, habrán extraído la
moraleja de esta pequeña fábula, así como el personaje detrás de este singular
cazador. No mucho después de la carnavalada del pasado miércoles 6 de enero,
fecha fatídica para la Dama de la Antorcha, y tras algunos desafortunados
tuits, Twitter, además de otras plataformas, decidió bloquear la cuenta de Mr.
President de manera indefinida. Los vítores no se hicieron de rogar. Tampoco
las protestas de sus más fieles partidarios. La censura es innegable.
Zuckerberg y su banda, votantes de los Demócratas y peligrosos individuos «de
izquierdas», no soportan por nada del mundo que valientes paladines de la
Verdad como el Señor Supremo del Tupé les digan las cuatro verdades del
barquero, por lo que han aprovechado la coyuntura y han proseguido con el
avance de la «mordaza comunista». Es obvio: silenciosamente están coartando
nuestras libertades. ¿Recuerdan Alemania en 1933? ¿Recuerdan la Unión Soviética
en 1927? Bien, pues algo parecido está sucediendo ahora. Esta vez,
subrepticiamente. Es sorprendente, en cambio, que esos mismos que han cerrado
ese constante goteo de soflamas sean los artífices de un medio donde toda
opinión es válida. Y es que, en las actuales democracias posmodernas, los
ciudadanos, si son algo, son precisamente opinantes. No es la primera vez que
aquí lo menciono, ya no hay lugar para el orador y la tribuna, puesto que ahora
el megáfono pasa de mano en mano, sin turno de palabra ni nada. Se sabe que las
principales fuentes de información ―en el sentido más contemporáneo del
término― de los cada vez más visibles adeptos de QAnnon y demás apóstoles de
los lobbies de las conspiraciones residen en el medio digital: foros,
plataformas de debate, redes sociales, etc. La progresiva invasión de los
bulos, incluso en medios oficiales y presumiblemente serios, ha
propiciado el auge de cauces de expresión alternativos que, francamente, en
muchos casos rozan lo surreal. Poco a poco, entramos en un terreno peligroso,
arenas movedizas donde acabará produciéndose una colisión entre lo digital y lo
analógico. Hay quienes dicen que lo mejor para todos sería cerrar de un plumazo
todas las plataformas digitales y volver a los tiempos en que todo el debate
público quedaba reducido a las tertulias televisivas y a los programas
radiofónicos o, por remontarnos hacia atrás un poco más, a los rostra
del foro. ¿De verdad creen que la gente renunciaría a ponerse verde diciendo
ser Fulanito o Menganito? Nunca meterse con alguien fue tan reconfortante. «Pero»,
me dirán, «las redes no solo sirven para eso». Claro que no, pero si mañana
mismo se decretara el cierre de todas las redes sociales, saben perfectamente
de quiénes y por qué provendrían las más enconadas protestas.
Por
eso, antes de lanzarse a criticar esa mordaza comunista de Zuckerberg &
co., convendría preguntarse a los más fieles defensores del gran tupé parlante
dónde si no van a defender sus libertades y combatir al peligroso enemigo de
las corporaciones. Porque, ¿qué sería del justo caballero sin su campo de
batalla? El líder ha caído del caballo. Herido, se revuelve en el heno. Pero
ahora no es momento de bajar los brazos. Al revés, sus lanzas deben ponerse en
ristre para acabar, de una vez por todas, con todos esos enemigos insidiosos
que, sin embargo, dicen luchar por los más débiles. Y con los desertores, con
esos también. Porque, aunque no estéis con ellos, ya tampoco estáis con
nosotros y eso, por supuesto, es intolerable.
Sociego,
Burgos,
10 de enero de 2020
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