Recientemente,
he visto Dark City (Alex Proyas, 1998) y Soul (Pete Docter, 2020),
dos películas (permítanme la facilona licencia sensacionalista) en busca de la
esencia humana.
Siguiendo
la tradicional estructura de novela detectivesca (presentación del problema-pistas
diseminadas-resolución del caso a través de la inducción), los guionistas de Dark
City aplican este patrón a la historia de John Murdoch, un individuo que tendrá
que recuperar sus recuerdos mientras escapa de unos extraplanetarios con demasiado
cerebro y poquísimo pelo. Según avanza la trama, irá descubriendo cómo alteran
arbitrariamente no solo sus recuerdos, sino los de toda la ciudad, así como la fragilidad
y lo efímero de la propia identidad. No adelanto más. Eso sí, no es destripe si
me refiero a la respuesta ante la siguiente afirmación: “Nos pasamos el tiempo
tratando de averiguar qué es lo humano”. Contesta Murdoch: “Ustedes están
buscando en el lugar equivocado”, llevándose la mano a la frente y negando con
el dedo. Lucidísima. Con todo, la cinta es una ampliación de Blade Runner,
con un guion interesante y una estética atractiva, entre lo art déco, lo
expresionista de Fritz Lang, el Gotham sórdido y lúgubre de los cómics de
Batman (especialmente de la época de Frank Miller), y algo del cyberpunk
de la citada Blade Runner (el neón desvaído, la verticalidad asfixiante
y cierta estética kitsch, sobre todo en los interiores). Sin embargo, creo que
le falta personalidad, en las interpretaciones, en el carácter de sus
personajes. Se echa de menos algo más de exploración psicológica ―que se queda
a medias―, en tanto que todos los personajes sin excepción quedan supeditados a
la trama, no tienen fuerza. Y, además, le falta algo importantísimo y que sí
tiene Blade Runner, que en parte por eso es tan especial: una buena
banda sonora (inolvidable Vangelis).
Por
su parte, Soul, lo nuevo del estudio Pixar, es un canto a la vida, una
exaltación de lo sensitivo ―de aquello que queda impreso y perdura, una
multiplicación de la magdalena de Proust―, pero también una advertencia contra
el peligro de hacer de la persecución de un propósito única razón de la
existencia. Aunque a veces roza el existencialismo, hay que acordarse de lo que
decía Camus: uno ha de imaginarse a Sísifo feliz. Que sepamos, no hay más vida
que esta ―la otra no es segura―. Si caemos, nos revolcamos en el barro. Suicidarse
es acortar la agonía, pero como la vida es perpetua agonía, tampoco perdemos
nada por prolongarla. ¿Duele? No si uno no lo piensa. Lo que duele es el
pensamiento, la conciencia de lo caduco, y a la vez lo que le da sentido a
todo. Más que el eterno retorno de Nietzsche, uno ha de esforzarse por remar al
ritmo de la corriente. El eterno retorno, al menos el que podemos disfrutar
conscientemente (pues si todo fuera borrado y repetición no nos percataríamos),
se da siempre en nuestra mente. En el fondo, la existencia no es más que un
continuo rebobinado, algo así como una película que uno revisa una y otra vez,
siempre a la caza de nuevos matices, deteniéndose en aquello que le produce
especial placer y saltándose aquellas escenas tediosas, bochornosas, desagradables
o directamente olvidables; si bien sabe que la película solo tiene unidad (que no
sentido) en su conjunto, a pesar de esas escenas que trata de evitar. Ahora
bien, me incomoda, sin llegar al desagrado, la ligereza con que se trata el
misticismo, encarnado en ciertos personajes. Y es que hay algo de trascendente
en lo místico más allá de las numerosas patrañas que, como en todo credo, pueda
haber. ¿Qué es la vida sino distracción, ruido blanco, diferido, notas
esparcidas aquí y allá, voces con y sin dueño, sonidos de ambiente? Siempre que
se persigue el silencio, la suspensión temporal de todo lo sensible ―que es lo
que busca el misticismo, precisamente― se está intentando ir precisamente a
aquello que es no-vida (pero que tampoco es Nada). Una película preciosa,
lírica, pero a la vez sencilla (lo lírico no tiene por qué estar reñido con lo
sencillo) y con un guion casi redondo de no ser por una decisión final que le
resta cierta coherencia. Aun así, da gusto. Otro punto positivo es que, por muy
negro que sea su protagonista, no caen en la ridícula tentación de colar alguna
soflama ideológica que estropea la estética. No tendría por qué serlo, pero
viendo cómo están los tiempos, es otro mérito más. Enhorabuena.
«¿Y
toda esta crítica cinematográfica enmascarada bajo un artículo de opinión para
qué?», se preguntarán. Pues simplemente para decirles que se recreen, que
sientan. No es necesario mucho más. Y, si echan la vista atrás, comprobarán
cómo muchas de esas cosas que creían imprescindibles y decían echar en falta
han resultado no serlo (o no serlo tanto). “El fondo de la vida es el
aburrimiento”. Y digo yo, ¿qué sería de la vida sin aburrimiento? Precisamente
del aburrimiento descubrimos la vida.
Sociego,
Burgos
3 de enero de 2021
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