LEO

Yo no era uno de esos niños considerados tradicionalmente enfermizos. No tenía el pecho ni las costillas hundidas; mis pulmones eran como un soplete vigoroso, y, aunque mis músculos nunca han sido demasiado notables, cualquiera podía tocarme y comprobar cómo su mano no se hundía en la piel ni rebotaba devuelta por una carne fofa. No obstante, el doctor nunca fue capaz de emitir un diagnóstico sobre mi ¿enfermedad? Mis padres ya me daban por perdido y yo mismo había empezado a resignarme hasta que me tocó con Leo. Es curioso, pues ya no recuerdo si fue en el instituto o en la universidad, ambos muy decepcionantes por el automatismo de mis profesores y la general apatía de mis compañeros. Muchas veces me he preguntado por el motivo de esta laguna para acabar concluyendo que, si no recuerdo cuándo me topé con él, es porque su maestría me salpicó como un bolígrafo recién explotado, impregnando aquel curso y todos los anteriores, así como todo lo de después. La vida, lo que sea eso, ya la fui aprendiendo yo por cuenta propia, pero lo que es de veras estar vivo, eso probablemente no lo habría aprendido sin Leo.

A mis todavía escasos años, yo ya me había cruzado con seres que me fascinaban. Nunca he sido especialmente espiritual, pero cada vez que me topaba con uno de esos tipos deseaba averiguar qué fuerzas tiraban de sus ligamentos y huesos cual titiritero con sus marionetas. Los veía enérgicos, apasionados, despiertos. No tenía nada que ver con su salud: algunos de ellos ni siquiera gozaban de eso que da en llamarse buena condición: fumadores empedernidos, asiduos de la botella, muchos con cuerpos atrofiados probablemente a causa de la falta de ejercicio. De hecho, si bien con moderación, Leo se daba a aquello como uno más. A él le debo mucho, pero también he de señalarlo como responsable de un estigma que me ha perseguido siempre, una insólita taxonomía del género humano en dos categorías: los que están vivos y pasan por la vida como dormidos (o muertos) y los que están vivos y pasan por la vida despiertos. Ni unos ni otros entienden nada y quiero pensar que ambos se esfuerzan por entender, aunque ninguno acabe por entender nada. La diferencia es que los primeros repudian el aburrimiento ―si bien admiten frecuentemente estar aburridos―, mientras que los segundos saben acogerlo cuando es necesario ―aunque a menudo no encuentran tiempo ni razones para estarlo―. Creo entonces innecesario decir a qué grupo pertenecía cada uno de los de mi alrededor. También me sorprendía que muchos entre esta primera clase consideraran a los de la segunda personas sin vitalismo, más amigas del olor de la tinta o del tacto de una pieza de ajedrez que de una pulpa carnosa―y he podido comprobar que las pulpas no solo están dentro de los melocotones, como yo en un principio creía― o de roces de labios. Reconozco, con cierta vergüenza, que he llegado a pensar que las sociedades civiles se estructuraban en torno a estos dos grupos. Los años me han ido demostrando que no.

Acabado aquel curso, llegué a plantearme relevarlo en un futuro y suplir así ese vacío que muchos jóvenes como yo entonces estarían sufriendo, pero me asustaba tanto no estar a la altura que enseguida desistí de esa aspiración. No me arrepiento, pero tampoco puedo eludir ese pesar. Lo bueno es que ya puedo decir que me voy tranquilo. Está todo arreglado. No tengo familia ―mis padres ya murieron― y, aunque he tenido parejas, ahora vivo solo y así lo haré hasta el final. Mis amigos dicen que aún me queda mucho recorrido, pero hasta cerrarlo con el notario no me he quedado en paz. Ya que no pude acompañarlo en sus últimas horas, ahora me he asegurado de que podré hacerlo para siempre. Y es que sí, son mis padres y todo lo que quieran, pero quien me salvó no fueron ellos ―ni tampoco el doctor ni mis amigos, por entonces más ocupados en bebidas y pulpas ocultas tras sedas y algodón―. Yo sufría aquella corteza y aquellos feos abultamientos tanto a la altura de mi cintura como en lo alto de mi cabeza ―los psicoanalistas lo llaman represiones, aunque odio ese término―, de los que a veces me desprendía pero que no podía despegarme del todo. Después, llegó él y me liberó de aquello: así, me entregué con fruición no solo a la literatura, objeto «oficial» de sus clases, sino también a la filosofía, a la música o a la fotografía, a la que él era tan aficionado. De hecho, el último día de clase nos sacamos una foto (veinticinco años ya). Si uno quisiera contrastar ahora, encontraría ausentes el escritorio con el papel secante, la cuneta de revelados, la papelera con olor a tabaco («Muchacho, alcánzame otro, ¿quieres?») y también a él. Los únicos elementos repetidos seríamos sus figurillas de madera talladas con mucho esmero y yo ―y, aunque yo algo más, ellas y yo ya erosionados―. Claro que, si nos ponemos nostálgicos, Leo también podría aparecer en la nueva foto, pero les garantizo que no saldría muy favorecido: los párpados cerrados ―o excesivamente abiertos, aunque enseguida le vencerían―, la carne macilenta y los huesos transparentándosele entre los pliegues. (Este aspecto lo he visto en miembros de la primera categoría que, sin embargo, no figuraban en el censo de defunciones).

A veces, sobre todo con determinados libros, me siento un completo imbécil. Cuando eso ocurre, me encantaría poder darle un toque para que me sacara de ciertas dudas, pues por mucho que insistiera en eso de: «muchacho, no soy ningún experto; solo abro puertas», siempre estimulaba mi (supuesta) agudeza. Pero enseguida se me pasa porque, aunque de vez en cuando me sienta como un completo imbécil, sé también que estoy ―me noto― vivo. Y es que, más allá de sus clases y exposiciones, esa es quizá la mejor lección que jamás me haya dado.

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