Casi
seguro que muchos de ustedes tuvieron algún profesor peculiar del que han
hablado o incluso se han atrevido a imitar delante de amigos. ¿Recuerdan aquella
vez en que iban atravesando aquella avenida y se cruzaron con ese actor? ¿cuál
era su nombre? ¿Y qué me dicen de cuando estuvieron a punto de morir sepultados
por un espejo ―su curiosidad infantil, incauta, quiso empujarlos desde la cuna a
la fosa mucho antes de lo esperado―? (Anécdota totalmente verídica y, según tengo
entendido, autobiográfica).
La
pervivencia se funda en el relato. Compartir con otros las vivencias propias supone
una invitación por las galerías de la memoria, del recuerdo. ¿A qué se han
dedicado tantos y tantos escritores desde hace…? Al fin y al cabo, la ficción
es recuerdo oculto, revestido de ropajes, hasta el punto de que un francesito
aburguesado se puso escribir hasta siete volúmenes hace ya un siglo llevado por
el fetichismo (y cierta histeria) de rescatar el tiempo que ya creía perdido. Todos
queremos y necesitamos recordar, así como hacer partícipes de nuestros
recuerdos a los demás. El ser humano se busca a sí mismo a través de esas
memorias y se da a conocer divulgándolas ―lo sepa o no―: el abuelo revive su
mocedad relatando al nieto (tal vez les suene eso de las «historias del abuelo
Cebolleta»); los amantes ―después de años y años juntos― reavivan los
recuerdos, repiten patrones (esa canción que sonaba en la radio mientras
estaban en la habitación de ella, la vez en que sus padres pasaron fuera todo
el finde); los amigos descubren nuevas grietas de la personalidad del otro
(¿cuándo dos amigos llegan a conocerse por completo?). Los recuerdos se
preservan en una caja fuerte de líquido amniótico. En cierto modo son como el
dinero, si uno no tiene con quien compartirlo, pierden buena parte de su valor.
Pasamos gran parte de nuestro tiempo rememorando, rescatando viejas anécdotas que
a veces nos sirven para reanimar una conversación o salvar un silencio
incómodo. Sabemos que suelen ser eficaces, pues los demás no suelen negarse al
relato de un recuerdo. A casi todos nos gusta que nos cuenten, que nos abran
esas ventanas a la memoria y nos permitan fisgonear un poco en ese esquivo
desván que es la identidad propia y ajena.
Ahora
que tanto se lleva lo de reivindicar oprobios del pasado, cuántas veces habrán oído
lo de memoria histórica, memorias del Holocausto, memorias
del exilio (por la Guerra Civil española, por las dictaduras bananeras, por
el estalinismo). Y qué decir de los hombres
de mundo, esa estampa del aventurero que regresa a su Ítaca particular y
suscita comentarios como «seguro que ese tiene un montón de anécdotas» o «ese
tiene mucha vida», y a quien en cierto modo buscamos porque sabemos que es la
única manera de reproducir ―muy diluidamente― esa vida que quizá habríamos
querido también para nosotros; siempre con un pie delante y otro detrás del
umbral.
No
escatimen. Compartir los recuerdos puede ser liberador, emotivo o simplemente
divertido. En cierto modo, el fin no es muy distinto del que mueve al
arqueólogo o al paleontólogo que halla cualquier reliquia o fósil y se apresura
en conservarlo. ¡La de museos que se pierden todos los días! Quizá este sea
buen momento ―la coyuntura en la que estamos predispone a ello― para sentarse
junto al fuego y empezar a abrir compuertas de nuestra alma. Al fin y al cabo,
así empezó todo.
Sociego,
Salamanca,
31 de enero de 2021
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