A pesar del tiempo, no deja de sorprenderme
esa patológica obsesión de los periodistas ―también de algunos lectores y fans―
por preguntar a los artistas si ya están trabajando en su siguiente obra. A
veces da la impresión de que se espera de los creadores que estos produzcan
como en una cadena de montaje, como el que tritura embutido para sacarlo en
remesas. ¿A qué tanta prisa? Ignoro si esto les pasaba a los escritores
anteriores al XIX —época en que verdaderamente se consolida la difusión y
circulación de las novelas, al menos en Europa—, aunque en el caso de
estos el apresuramiento obedecía más a necesidades del gaznate que del
mercado. ¿Se imaginan a Cervantes apurado por sacar la segunda parte de su
Quijote? Pues fueron nada más y nada menos que diez años.
Por lo general, el tipo de gente que formula
estas preguntas (“¿Tiene ya un nuevo proyecto en mente?”, “¿Para cuándo la próxima?”, etc.) no
tiene ni idea de lo arduo de todo proceso creativo ―ya sea de una novela, y esto
lo sé por experiencia propia, como de un cuadro, una película o una escultura,
por poner algunos ejemplos―. Y es que, a menos que uno sea un genio ―y en esa
órbita están un Leonardo y cuatro más― culminar una obra artística implica un
descenso por un río de muchos, muchos meandros y cambios de corriente: ya no es
solo madurar la semilla, sino recolocarla una y otra vez, y después revisión
tras revisión, alteración de detalles o directamente borrado (en el caso
particular de quien esto escribe, ha de decirse que casi nunca borro lo que ya
he escrito, sino que tan solo modifico, que en el fondo también es un pequeño
borrado pero olvidado de inmediato. Eso sí, solo cambio si ya tengo una idea
definida de lo que quiero añadir o reformular, ahorrando esos feos huecos que
claman por una ortopedia lingüística urgente). Lleva mucho tiempo, muchísimo
tiempo, al artista cuidadoso y meticuloso —no digamos ya al perfeccionista—
confeccionar su obra antes de darle el último visto bueno. Muchas horas de
desvelo, de vueltas y rodeos mentales, de dudas que llevan a uno mismo a
recelar de sus capacidades, además de lo complejo de juzgar la eficacia y
ejecución de esas decisiones que uno se ve obligado a resolver solo.
Le leí a Javier Marías en
una entrevista que hoy en día pensar en la posteridad ya no tiene sentido
porque todo, según llega, también pasa de inmediato. Francamente, pensar en la
posteridad de uno mismo no tiene sentido ahora ni lo ha tenido nunca. Incluso
lo que creemos eterno también es perecedero. Los artistas que aspiramos a vivir
de nuestro trabajo dependemos de un público que nos atienda. (Me cuesta
encontrar un verbo que no suene como un niño rabioso deseoso de acaparar la
atención de las visitas). De todos modos, a uno sí le gustaría que cuando se
estrena una buena película o se publica una excelente novela, además de la
atención que merecen, también se las mantuviera «vivas», dilatando lo máximo
posible su impronta sobre el presente. El problema es que hoy en día, con las
plataformas digitales, el contenido en diferido y la general inmediatez en la
que nos hallamos sumidos, se tiende a relegar enseguida al desván lo que recién
acaba de salir de la cadena de montaje. El mérito de una obra excelente es un
hallazgo insólito, un hecho que se sale de apabullantes sucesiones de mediocridades.
Por mucho que Borges afirmara en su “Pierre Menard, autor del Quijote”, un
tanto cínicamente, que lo que está en un libro puede escribirlo literalmente
otra persona en otro espacio y tiempo dados ya que cualquier idea que haya
engendrado un hombre del ayer la puede engendrar otro del hoy o del porvenir,
temo que no es así. De todas formas, cuando uno se dedica a la creación y
considera que ha concebido algo genial no siempre puede esperar una respuesta
favorable. Así es como funcionan las cosas. Uno debe saber a lo que se expone y
arriesga.
Tan solo me cuesta entender esa insistencia
por lo próximo, “la siguiente”. Al críptico y hermético escritor Juan Rulfo,
poco prolífico pero brillante dentro de su parquedad, no cesaron de acosarlo,
preguntándole continuamente por una nueva novela después que diera al mundo esa
magnífica novela que es Pedro Páramo. La respuesta fue simple: «Es que se me ha muerto el tío Celerino»
(parece que es el que le contaba las historias que luego a él lo inspiraban).
En el caso de Rulfo, era su tío. En otros casos, la inspiración llega por otros
cauces. Aun así, no es nada fácil mantenerse tan activo como un Stephen King o
una Joyce Carol Oates, que van a tres libros por año más o menos. No siempre uno puede
mantenerse todo lo lúcido o imaginativo que deseara. A veces no tiene nada
interesante de lo que hablar (con las columnas de opinión sucede lo mismo). Es
más, muchas veces aquellos que preguntan eso parece que no se hayan parado a
pensar que tal vez el autor ya haya dado lo mejor de sí, habiendo dicho todo lo
que tenía que decir. Luego están las novelas de encargo, aunque el propio
nombre ya revela mucho. Así que, ¿por qué no se intenta celebrar un poco más lo
presente, lo que ya se ha completado y está listo para su disfrute,
sobre lo porvenir? Insisto: a veces da la sensación de que uno debe sacar
nuevo libro como el que saca nuevas salchichas de la fábrica de cárnicas.
Desde aquí hago un humilde
llamamiento a todos los lectores-escritores y en general creadores que estén
leyendo esto. Les sugiero que a partir de ahora ante la infausta pregunta respondan lo siguiente: “Mire, no le puedo asegurar si
habrá nueva novela, pero desde luego que lo que sí le puedo asegurar es que no
habrá nueva entrevista, ya que parece que mientras usted me pregunta, mis
palabras ya se han desgastado y mi discurso ha perdido todo su interés. Ahora
si quiere póngalo bien grande en el titular”. Por desgracia, no
parece que está dinámica vaya a cambiar mucho, pero si de alguna manera esto sirve
para que muchos de esos impacientes y ansiosos se den cuenta de lo molesto de
sus inquisiciones, bienvenido sea. Y ya les dejo, que tengo que ir meditando
qué les voy a contar para los tres domingos que vienen.
Sociego,
Salamanca, 21 de febrero de
2021
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