Hace
unos días, vi la película El Golem ―la tercera versión, de 1920, y única
conservada, pues las dos anteriores por desgracia se han perdido. (La tienen
disponible en YouTube, por si alguno se anima). Mucho se ha hablado de esta
cinta ya y, más allá de que algunos la consideren un precedente directo de lo
que luego se llamaría expresionismo alemán ―por más que su
director, Paul Wegener, insistiera en desmarcarse tajantemente de ello, pero
ya se sabe, neuras de crítico, eternos yonquis de las taxonomías―, lo cierto es
que es una cinta muy rica, tanto en lo estético como en lo temático. Si bien el propósito de esta columna no es para nada la crítica cinematográfica, no puedo resistirme a mencionar el
portentoso uso de la paleta cromática y la expresividad mímica de los actores (tengan
en cuenta que el cine aún era mudo por aquel entonces); las muecas de sorpresa,
arrobamiento, seducción, pánico o exaltación mística son un prodigio performativo
que ya muchos intérpretes actuales, a veces demasiado hieráticos o
sobreactuados, querrían para ellos. Hechas estas apreciaciones, no pude evitar
tras su visionado anotar algunas reflexiones que me apetece compartir con
ustedes. Inevitablemente, incluyo destripes. Si no les importa, adelante, sigan
leyendo.
Son tiempos turbulentos en el Imperio austrohúngaro. El emperador ha anunciado la expulsión de la comunidad judía de Praga (una vez más). El rabino Lôw invoca, a través de un mamotreto, a ese ser ultraterreno de la cábala para salvar a su pueblo. Tras rituales y conjuros varios, el rabino insufla vida a una masa pétrea que se desplaza torpe y pesadamente. En una de estas, al rabino lo invitan a palacio para que allí se luzca con sus embrujos y cábalas, cual mono de feria. Todo es musiquilla de pífano y coros de alegres danzarinas hasta que en una proyección, el rabino muestra a la corte la historia del pueblo judío, de errabundos y travesía por el desierto. Por lo visto, a los señoritos les hace mucha gracia. Yahvé se agarra un cabreo de mil demonios y el palacio empieza a tambalearse. Ahora sí: Golem, sálvanos. Y allá que va el Golem y los libra de la destrucción, erigiéndose así en salvador del pueblo judío cuando el emperador anula el decreto de expulsión por su ayuda. Bastante revelador: de lo rápido que se pasa de monstruo a mártir. El rabino, ahora encumbrado héroe para sus «hermanos» judíos, lo del Golem se le acaba yendo de las manos cuando el interés público queda desplazado por los deseos privados ―amor y celos mediante―. De nuevo otra perlita: los mesías y los líderes antes enemigos y ahora salvadores, lo que demuestra que las necesidades y el peligro siempre están por encima de las preconcepciones, los temores infundados y los prejuicios. La circunstancia siempre acaba pudiendo sobre la tradición. El final tampoco se queda corto. La niña que arranca del pecho del Golem el amuleto (Schem) del que depende su vida demuestra que el pueblo no necesita de hechiceros, nigromantes y supercherías varias para que lo protejan. A pesar de todo, seguirá adorándolos. Ignoro si Wegener quiso transmitir este mensaje. De cualquier forma, ya se sabe que cuando uno publica su obra cede un pedacito de ella a los demás. Quisiera o no, a mí me gusta esa interpretación.
No
obstante, El Golem es todo lo anterior y más: las miradas de reojo, las
sonrisas veladas y esa secuencia en que el adlátere del rabino pilla a la hija
y al Conde recién amancebaditos, que culminará en esa escena en lo alto
de la torre, después rescatada por King Kong en la célebre imagen del
gorila sobre el Empire State. Como ven, nos nutrimos de lo ya hecho. Seguramente
Borges suscribiera estas palabras. Por cierto, el propio Borges tiene un poema
dedicado a la leyenda del Golem, al que llegará a cifrar como un «símbolo más a
la infinita serie». Por supuesto, la leyenda del Golem también reverbera en el Frankenstein
de Mary Shelley o en el replicante Roy Batty de la inolvidable Blade Runner, y, cómo
no, en esa rebeldía del creado contra su creación, el Prometeo que todos llevamos
íntimamente y que, de vez en cuando, sacamos a pasear.
Sociego,
Salamanca,
7 de marzo de 2021
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