Unos cuantos domingos después, vuelvo a la carga. Probablemente
yo más que ustedes he sentido la ausencia, pero uno está ocupado en otras
cuestiones y no siempre puede sacar todo el tiempo que desearía a aficiones más
«ligeras». No garantizo una continuidad a partir de hoy, no al menos hasta
mediados de junio, pero se intentará.
No hace mucho leía un artículo firmado por Mario Vargas Llosa,
a fecha de septiembre de 2008, intitulado «La sociedad del espectáculo». En él,
como buen apocalíptico umbertoecoano, habla de la progresiva decadencia
de la cultura como producto de una minoría, de una elite, como un engrudo
democrático, como un cajón de sastre donde todo cabe: reivindicación de
minorías e identidades étnicas y sexuales diversas, pastiches, transgresión
vacua, provocación gratuita, la «filosofía del usar y tirar», la imagen rápida,
la histeria. Él menciona a algunos autores que, sin parecerle frívolos, tampoco
sacraliza aunque sí respeta: Woody Allen o Milan Kundera, entre otros. Con todo
el respeto hacia su criterio, tampoco es eso. Desde luego a mí por ejemplo ni Woody
Allen ni Kundera me parecen creadores para las masas. De hecho, el propio
Kundera ha explorado en su obra el kitsch como serialización del sentimiento,
como algo impostado y artificial asimilado
irracionalmente y finalmente blandido como asidero existencial del hombre
contemporáneo en su desesperada busca por encontrarse «en onda» o sintonía con el
tiempo que le ha tocado vivir. De acuerdo, tal vez se podría pensar que después de los grandes proyectos
novelescos y líricos del pasado siglo ―pienso en un James Joyce, en un Thomas
Bernhard o en un Ezra Pound, por ejemplo― cualquier otra que venga después puede
parecer frívola e insustancial. Tampoco es eso. ¿Se imaginan que toda la cultura,
a partir de entonces, tuviera la obligación de continuar esa estela y ser así
de rompecocos? Estaría claro qué sucedería: el cine, la literatura o
cualquier otro arte quedarían restringidísimos y todo aquel que quisiese
departir sobre ellos habría de reunirse en covachos frecuentados por seres con
cerebros tan hiperestésicos que les asomarían por los bordes de la tapa del cráneo
y algún que otro resabiado con pretensiones de profundo. Desde luego, las
aportaciones de los modernistas y de algunos, solo algunos, autoproclamados experimentales
son inestimables; bien como oportunidad para comprobar el punto máximo de
elongación del chicle, bien como desafío intelectual o como viaje a las fronteras de
la consciencia. (En este sentido, conviene señalar que muchas de las vanguardias
de principios del XX, como el dadaísmo o el surrealismo, se valieron de un
concepto pervertido de razón y, en muchos casos, se diluyeron en mera pose antes
que en voluntad de expresar o transmitir algo). Yo no pretendo defender una
visión tan alarmista como la de Llosa, aunque sí percibo cierta banalidad generalizada
en lo que actualmente se consume y, digamos, ha copado el caudal principal de
lo que se promociona, escribe y vende, hasta el punto de que incluso muchos de
los autores que se anuncian como maestros o simplemente solventes
adolecen de esa misma banalidad, solo que enmascarada en artificios de
pretendida complejidad técnica o estilística. Y es que, en efecto, parece que
últimamente mucho de lo que se publica o distribuye no tiene mucho más que
decir más allá de su vistosa portada. Páginas y páginas, minutos y minutos de
metraje, lienzos y lienzos llenos de tinta, imágenes y pinceladas y vacíos de mensaje.
Sin embargo, todo eso se ensalza y se hace pasar por meritorio. Quizá por
resignación, quizá por intereses extra-artísticos.
Soy
consciente de que a raíz de estas observaciones me expongo a que se me tache de esnob, elitista
o reaccionario. Asumo todas esas etiquetas en este contexto. No obstante, quiero
dejar claro que no estoy en contra de la frivolidad. Creo que el arte como
complemento de la vida también se puede permitir la emisión de telenovelas, sit-coms
(muchas de ellas mucho más satíricas e inteligentes que unos cuantos autores
que se presentan como subversivos), blockbusters e incluso combates de
la WWE. Yo mismo confieso haber consumido y consumir ese tipo de productos
(y sin ningún tapujo). Al igual que la vida se compone de momentos de
reflexión, de dolor, de impotencia, de búsqueda de respuestas, de afán de
trascendencia, también se compone de risa tonta, de esporádicas efusiones de
animal, de regusto por la violencia gratuita y de atracción por el morbo y el
cotilleo. Partiendo de ahí, por lo que sí abogo es por una tajante separación,
sobre todo de parte de los grandes mediadores culturales: editoriales,
productoras, plataformas de vídeo, suplementos periodísticos, etc. No me
importan las connotaciones (al fin y al
cabo, no estamos hablando de embutidos o judíos en cintas clasificadoras) ni lo
paternalista que pueda sonar, pero opino que tal vez se haya llegado a una
situación en que convenga diferenciar. Entre otras cosas, y como muy acertadamente
apunta Vargas Llosa, por la igualación y la equiparación de lo meditado, de lo
sesudo, con lo banal, lo ligero y muchas veces lo superficial. Hoy en los
escaparates conviven lo nuevo de María Dueñas, Easton Ellis, Gómez-Jurado o Sally
Rooney con lo nuevo del propio Vargas Llosa, Don DeLillo o el ya difunto Philip
Roth. Es más, a veces uno siente que estos son los últimos paladines de un viejo
mundo en plena agonía (por cierto, todos esos rondan o sobrepasan los setenta). Lo cierto es que no son comparables.
Con
todo esto no abogo por el vituperio y la degradación de unos y la idolatría hacia
otros, pero sí por la necesidad de establecer límites. Y es que opino que ambas
vertientes son conciliables, de ahí que me desmarque de los apocalípticos por exclusivistas
y desdeñosos, pero también de los integrados por excesivamente conformistas,
engullidores sin filtros y en ocasiones cándidos. Lo siento necesario, sobre todo
si queremos evitar que las próximas generaciones devengan en una inmadurez
duradera, plagada de existencialismo «edad del pavo», lloriqueo, necesidad
constante de atención por presuntas crisis existenciales y baja tolerancia a las
frustraciones e impotencias de la vida adulta. De veras, no creo que deseemos
una futura sociedad hipertrofiada, victimista y neurótica, sin recursos y
claves de pensamiento, que viva entregada al placer rápido no como complemento
sino como anestesia, que rehúya lo sesudo y tache de trasnochado y aburrido (que,
todo sea dicho, a veces, solo a veces, ciertamente es así: pretenciosidad, pedantería
u onanismo cerebral, como el Finnegan´s Wake, de Joyce) todo lo mínimamente
complejo y reflexivo. Es en sociedades así donde luego acaban triunfando eslóganes
basados en burdas simplificaciones que no tocan ―ni siquiera rozan― la mínima
agudeza de un aforismo mediocre.
To whomever it may concern…
Sociego,
Salamanca,
9 de mayo de 2021
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