SALIR DEL CHARCO

 

La obra de Philip Roth, en la que llevo ya muy inmerso estos últimos meses, gira casi siempre en torno a lo que me gusta llamar charco. ¿Y cuál es el charco en el que al señor Roth le gusta empantanar y rebozar a sus personajes? La identidad, un caldero de inhibiciones, represiones confinadas, coerciones morales y psicológicas y un sumidero de insatisfacción.

Llama la atención que la posmodernidad, que dio sus primeros berridos en los escritos de Rousseau y después sufrió la edad del pavo con Nietzsche para finalmente consolidarse como persona una persona «adulta» hecha y derecha en la segunda mitad del XX, reduzca todo lo ontológico a lo auto, curiosamente reivindicado a través de la colectividad, carcasa de la identidad. La identidad según la posmodernidad: algo que se apoya en pautas prefijadas y que no es más que otro corsé; y es que, en efecto, la asunción de los patrones de una colectividad implica la coerción de lo más puramente individual: los instintos ―el amor, la libertad de expresión y acción, etc.―. Acabo de dar caña a Nietzsche, lo sé. Sin embargo, no todo es tierra en el pozo: comparto su idea de una moral libre de represiones y condicionamientos basados en el miedo o el control (como gran parte de las religiones y los sistemas políticos), pero con la diferencia de que esta siempre debería ir coadyuvada por la razón, quizá la única facultad capaz de calibrar entre la voluntad del individuo y el extremadamente peligroso delirio narcisista y megalomaníaco de los Napoleón, Mussolini, Stalin, Hitler, Mao y cía. Este corsé de la identidad al que antes aludía es evidente en los LGTBI, las etnias históricamente rebajadas, las mujeres y, en general, todos aquellos grupos que se dicen oprimidos. (En muchos casos con razón, ojo). Lo dañino de esta actitud no es su intención, sino sus métodos, que encarnan el triunfo del actuar y comportarse de acuerdo con unas expectativas ―patrones, al menos para mí, intangibles y resbaladizos pero casi omnipresentes en casi todo lo que cualquiera que afirme pertenecer a tal o cual colectividad ha de seguir y cumplir―. No tardará en llegar la formalización y difusión de un manual de instrucciones o programa para ser una mujer con todas las de la letra, un negro ultraconcienciado y abiertamente combativo contra los hijos de esos capullos blancos de las galeras o un (o una) homosexual que manifieste sus preferencias con todo lo hiperbólico y secretamente resentido de la performance. Sintiéndolo mucho, creo que el orgullo de la «excentricidad» no necesita de ese constante énfasis.

De ahí lo esencial de la liberación y edificación de un yo desde las apetencias, inclinaciones, y los principios éticos de cada uno. «Sí, sí, muy iluminador, pero ¿cómo?». Miren, no soy ni psicólogo ni autor de libros de autoayuda, pero algo de sentido común sí tengo (o eso creo). Opino, desde luego, que es imprescindible conocer y asimilar los orígenes de cada uno: conocer tu historia familiar, tu entorno, tu ambiente geográfico, tu realidad sociopolítica y también tu temperamento; a partir de ahí, preguntarse qué se puede hacer. ¿En qué medida mi pertenencia a tal clan o familia, mi condición de negro o judío o blanco y mi ciudadanía estadounidense, española o bengalí se entrelazan y contradicen mis propios principios, una mezcla de la visión heredada de mis familiares y mi ética forjada a raíz de las experiencias vitales propias? Esa ya es tarea personal. Se me podría objetar que la igualdad en la que las sociedades ―al menos, en las autoproclamadas democráticas― dicen vivir luego no es tal y de ahí la razón por la que los individuos tradicionalmente violentados tienden a la agrupación. Aunque comprensible, esa circunstancia solo aviva el resentimiento y una tendencia sectarista indeseablemente parecida a la estrategia del erizo que se retrae y saca sus púas. Muchos lobbies, partícipes de esta naturaleza, se suben a este carro de constante culpa, autoprotección e indignación haciendo del resentimiento un escudo anulador de la identidad propia de cada individuo.

Se necesita, por tanto, confinar esa mancha: ser capaz de actuar y operar al margen de un decálogo o una biblia del comportamiento. Las represiones y sus «afortunados» derivados ―la culpa, la vergüenza o la rabia, entre otros― constituyen una herencia espuria y totalmente asfixiante. Conocerse a sí mismo, uno de los lemas de las paredes del oráculo de Delfos, no tendría por qué significar la sumisión a unos preceptos identificadores. Lo que habría que reclamar más bien es la formulación de un sistema de creencias que privilegiara el equilibrio entre las apetencias y las responsabilidades de cada uno ―o sea, ni el autologismo moral e indeseablemente aniquilador de Nietzsche ni la sumisión a códigos heredados determinados por cuestiones de sexo, etnia, cultura o creencias que no revelan más que una penosa impotencia moral―. Lo inaceptable no es la opresión hacia los colectivos, sino el condicionamiento y la coerción de los colectivos sobre cada uno de sus miembros. Una cosa es la injusticia y otra, la castración conjunta del individuo.

 

Sociego,

Burgos, 18 de julio de 2021


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