Estoy casi firmemente convencido de que la mejor arma contra la impunidad de la cruda realidad es la risa. Declararse, simultáneamente y en paralelo a la dinámica regular de las cosas, creador, distorsionador y jinete de un código propio. Ese es el dominio del humor. La carcajada es el mejor Prozac.
Sobra decir que el humor se basa en la ruptura de expectativas en el orden que sea; así, uno puede optar por mostrar la infatigable ridiculez de la vida bien provocando una discordancia entre el fondo y la forma, bien rebajando lo grave o trascendentalizando lo trivial, bien persistiendo en una obstinada y discordante lógica, o bien deformando y desvirtuando la recepción del mensaje del individuo objeto de la parodia. No comparto los métodos de los André Breton, Nicanor Parra, beatniks y cía., esa audaz afirmación del fracaso de nuestros sistemas y la subsiguiente risa desesperada y cómicamente pueril (cito a Philip Roth: “Todo es una broma. Norteamérica, ja, ja”). Y es que, en efecto, parece que a veces esa actitud decididamente burlona constituye un buen pretexto para la pereza y los versos toscos —los de Parra y la mayoría de los beats, a mi juicio–, para la omisión de la delicada artesanía que supone, a mi juicio, todo buen arte. Otra manifestación del humor, mucho más intensa y para mí sobresaliente, es la de los personajes de Kafka o Mr. Bean, tipos enzarzados y perseverantes de una lógica oblicua: como muestra, el vano empeño del agrimensor K. de El castillo o el deliberado y angustiante ascetismo del artista del hambre en el caso de Kafka, o las hilarantes escenas de Mr. Bean en las que, mientras tiene a la audiencia gritando desesperadamente “The simple way”, persiste en ponerse su bañador sin antes haberse quitado sus pantalones o en meter en su maleta más de lo que esta permite. Harina de otro costal, y harina fina también, es la del inolvidable Alexander Portnoy de la novela de Philip Roth, cuya patética autorrepresión y su deseo de liberación de las constricciones del estereotipo del buen chico judío derivan en una ampulosa obscenidad que no es más que el efecto colateral de sus verdaderas intenciones: “Ayúdeme: mire en qué me he convertido”, parece estar clamando a lo largo de toda la novela en la consulta de su psiquiatra. Todo eso por no hablar de las películas de Woody Allen, donde se acepta abiertamente el cliché acompañado de sus característicos anticlímax: “Llevo con orgullo el reloj de mi abuelo, que, en su lecho de muerte, me lo vendió”.
De esas muestras, y de otras, de incongruencia respecto de lo esperado, lo impuesto por nuestra experiencia del mundo es de
donde surge la comprensión de la realidad. De ahí lo atractivo del humor, pues
afirmar la incomprensión de esa realidad implica, paradójicamente, su
comprensión. Luego ya viene la canalización de la rabia, el estupor y la
impotencia que la insensata realidad nos impone y con los que nos fuerza a
convivir a diario. En cualquier caso, uno no puede evitar sentir cierta
perplejidad ante las nuevas formas de humor que han pervadido nuestra cultura,
como la del meme, una patética modalidad de autocompasión y una peregrina
trivialización de cuestiones mucho más complejas y poliédricas. Literatura y
filosofía son las amas de la función: memes de desesperación nihilista, desfiles
de frases fuera de contexto, interacciones de lo “serio” (con muchísimas
comillas) con lo cómicamente popular —un Marx gangsta, un Camus troll, un
Nietzsche badass—. Esta risa, de la
que yo mismo me declaro cómplice, corre el riesgo de reducir a entremés lo que requiere
tiempo de digestión. No obstante, al margen de los efectos de estas nuevas
encarnaciones del humor, hoy en día tan o incluso más conocidas que el teatro
de Beckett, la histéricamente desalentadora obra de Kafka o la implorante voz
de Alexander Portnoy, conviene más que nunca reivindicar el humor como un
chaleco salvavidas y una elegante alternativa a la invasora y sonrojante
autocompasión que domina los medios de muestro tiempo. Me refiero, por
supuesto, a la tan extendida autodegradación en redes. Y es que el humor es pura
catarsis, y no una apremiante manera de búsqueda del aplauso o de la atención.
La risa, en muchos casos, nos salva del vacío que, a veces y para nuestra
consternación, el tan impenetrable bloque de la realidad nos filtra. Más payasadas, por
favor.
Sociego,
Salamanca, 17 de octubre de 2021
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