Desde que escribo en serio con la firme
determinación de convertirme en escritor (lo que viene a ser este último año y
medio), se ha apoderado de mí una íntima pulsión que hoy aquí me propongo
revelar. «Si tan íntima es, ¿por qué entonces hacerla pública?», puede que estén
preguntándose. No tengo una respuesta
definitiva, lo admito, pero se me ocurre, por ejemplo, que quizá tengan ustedes
algún familiar o amigo o simplemente conocido en una situación similar; me
basta entonces con hacerle más comprensible a sus ojos.
Esa euforia privada, íntima y confinada ―palabra
que, por el bienestar mental de todos, eludiré a partir de ahora― de la que hablo
es, en concreto, algo que demanda una total custodia por parte del creador y no es más que esa sensación de ir recibiendo, según uno elabora, los fogonazos que, acumulativamente, conforman las buenas obras. Por supuesto que existen otros tipos de éxtasis; piensen ustedes en los que quieran. Donde
unos celebran colectivamente el gol, comparten unos tragos en la barra o en una charada, por ejemplo, otros lo hacen en la intimidad (sin que, ojo, unos excluyan a los otros). Cualquiera que escriba, componga o filme, entre otras, se sentirá
identificado con la afirmación, pero me refiero ahora exclusivamente a la
escritura, posiblemente la dedicación artística más solitaria. Y es que, a mi
parecer, la literatura le impone a uno una discreción en torno a lo que está
confeccionando, un torrente de palabras en un espacio de silencio y soledad, que, por muy estimulado que uno se encuentre, siente que ha de mantener dentro de sí hasta el punto final (y, de ahí, unas cuantas semanas más). «Bueno,
tiempo es ahora de abandonar ese silencio», piensa uno cuando, tras no sé cuántos
borradores y veinticinco ataques de neurosis y agobiante perfeccionismo, da por
acabada su obra y se dispone a esperar a la publicación de ese torrente. Desde
luego, tanto silencio durante el proceso tiene, más frecuentemente de lo que uno
desearía, repercusiones en la vida personal: puede que se sienta ―y los demás lo sientan― más abstraído, más ausente o incluso pasota, aunque no sea esa la
intención. Desafortunadamente, esas actitudes son a veces inevitables, pues
sabe que está en otros dominios, delirantemente demandantes, que a veces lo retienen en las alturas por mucho que desee un rato en la tierra. No
es que se sea Dios, un ángel o un aborrecible iluminado ―soy partidario de excluir
esa altiva idea de la superioridad, esa narcisista automarginación del
artista-profeta―; simplemente se está en otra órbita, ni mejor ni peor, en un
empeño distinto del de atender llamadas, rellenar formularios, cambiar pañales,
restregar el estropajo o medir el terreno para no traspasar los cotos de cada
uno de los integrantes de su jungla de relaciones sociales, pero igual de
esclavo y también torturante.
Y es que por mucho que uno lo intenta, a pesar de que su voluntad para mantenerse medianamente sociable y accesible chilla, grita, se engarabita y se retuerce, no siempre puede impedir que la euforia lo invada y se expanda. Es, de hecho, como un chorro volcánico, una violenta efusión, una vehemente eyaculación cerebral que no se puede refrenar. Siente entonces que desprende expansividad ―la fase Spider-Man, que diría un colega―. La fase Spider-Man no es más que la presunta capacidad para, dominado por la exaltación del arrebato de la inspiración durante el trabajo, colgarse de la ventana y salir propulsado del balcón para, de azotea en azotea, llegar hasta el mismo corazón de Manhattan. En ese momento, uno desdeña y se cree imperturbable a las consecuencias : «ahora podría arrearle un guantazo a cualquiera que pasara por delante de mí por la calle que seguiría igual de eufórico incluso entre barrotes». Tanta euforia, no obstante, también pasa factura: se llama obsesión. Sabe que la tiene cuando, por ejemplo, va caminando y empieza a ver las estructuras de los párrafos que tiene que escribir durante tu jornada grabadas sobre el tronco de los árboles o se vuelve provisionalmente panteísta y atisba en cada gesto, cada acción y cada palabra una vinculación con aquello en lo que está trabajando en su obra ―a veces incluso llega a justificar sus desmanes y deslices con los demás, sus gilipolleces, en suma, como «tanteo y experimentación»―. Aun así, líbreseme de la autocompasión. Dejando de lado esos «pequeños» inconvenientes, no hay nada como la satisfacción de la labor creativa bien ejecutada. Ser consciente de que eso es único, de que ha logrado burlar y exiliar a uno de lo exasperantemente rutinario y que, aunque quizá no sea perfecto, podría haber resultado de una u otra forma y sin embargo ha salido de esa (y satisface).
Ciertamente, solo podemos desplegar sobre nuestro
artefacto esa manifestación de nuestra euforia, esa callada alegría que, tal
vez por extenuación, nos lleve a una mayor errancia, torpeza, descuido o
extravagancia una vez que salimos de ese territorio. ¿Merecen la pena entonces
tantas semanas, tantos meses, años incluso, de discreta y resguardada euforia? Cuando la realidad aprieta, cuando unas
cuantas cosas marchan mal a su alrededor, cosas de las que no se es necesariamente
culpable, uno sonríe y escribe un manual de autoayuda. No, ni de coña. Uno lo
asume, se dirige entonces a su mesa de trabajo ―en mi caso, el escritorio― y
sabe que le toca dedicarse a la tarea más exigente, más retadora y la vez más gratificante,
una que ahuyenta casi todo mal y que hace de cualquier contratiempo un motivo
de aprovechamiento y un dominio donde se pueden invertir los términos en el que
es ahora uno quien por fin manipula y juega con la vida a su antojo. Resulta
entonces innecesario seguir planteándose por qué escribir en estos tiempos (y
en los que sean). Siguiendo esa lógica, podríamos ampliar la pregunta y
plantearnos directamente por qué vivir. ¿Por qué escribir entonces? Para replicarle
a las desgracias; escribir para contravivir.
Sociego,
Salamanca, 3 de octubre de 2021
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