Version
in English:
A
few days ago, I read in the latest article by Emilio de Gorgot in JotDown, “The
limits of humor”, the following: “The consequence of they banning what doesn´t
please us could lead to they ultimately banning what does please us”. He, of
course, is referring to the inquisitorial reception before the world of comedy.
Nevertheless, I don´t consider it that alarming. There will always be people
pleased at these attitudes (at any form of censure, actually); total banning,
though, is quite another matter.
Yet
what I do worry about, what does frighten me, is the flagrant confusion in
which we are enmeshed now, this odd reverie in which certain public figures
such as not a few politicians have metamorphosed themselves in their own
braying and cackling impersonations, displaying a stunning mix of opposite
spheres. And I am referring to what I call the spectacularization of the
solemn and its correspondent pole, the atrocious solemnization of the secular.
As I see it, the problem is not that humor, transgression, and irreverence are
being erased, but they are rather being transferred into incongruent realms,
while the realms of exploration and the joyfully shared simulacrum between
author and reader, comedian and audience are gradually gaining awful
inquisitorial attitudes.
Allow
me to arise a hypothesis: let´s consider for one moment that this veto were not
only imposed on the politically incorrect, but also on the consensuated. What
would be left to talk about? No, that resolution would definitely fail. It
would create a vacuum with which we humans cannot cope with ―let´s admit it, we
balk at the blank or, to say it in the conceited way of the schools of Arts, we
have the horror vacui. It remains clear, then, that there are things
simply indelible. Still, did it exist that vacuum, were we to live with that
lack? would not anyone come up with quite a few objections?
Certainly,
the transgression of going deep into the ground of the banned means quite an
appealing trough for the self-proclaimed anti-system ―the ones awaiting huddled
to ultimately impose their own solemnity, these recent years the advocates of
far-right parties, camouflaged within the system under euphemistic and broad
tags such as liberals or neo-capitalists. No wonder then if the confusion now
happens to show up more and more “gullible”. The worst, though, is not that
ominous presence, the worst is that in so the former advocates of freedom have
become modern-day inquisitors, and, reversely, the former defenders of the
authoritarianism have crowned themselves as heads of freedom ―in Spain, neo-franquistas;
in American, the morally overwatching Puritans; and so on―, selling off a
distorted version of the concept in which this simply means pleasure to nag at
the happy-go-lucky modern morality. The vacuum again. “What now?”, you may ask,
“what now with this ousted freedom manifested in such frightful, ludicrous
attitudes? How aren´t we to get confused?”.
Let
me please suggest one possible solution: to learn to live with this anomaly.
Just imagine it for a moment: assemblies, summits, debates and electoral
campaign appearances turned into sets and circus arenas, now declared our new
courts. Can you picture it? To go on with the play: what about one grim, stern
Lenny Bruce President of the Court, escorted by a menacing George Carlin to his
right and an iron Dave Chappelle to his left. Jokes apart, you may still be
wondering, “Where´s the fun in all this?”. I will tell you, there is no one,
for if it becomes real, to whom are we, confused lambs, to appeal?
Versión
en español:
Hace unos días leía en el último artículo de Emilio de
Gorgot en JotDown, "Los límites del humor", lo siguiente:
"La consecuencia de que prohíban lo que no nos gusta puede llevar a que
acaben prohibiendo lo que sí nos gusta". Se refiere, por supuesto, a la
tan tristemente contemporánea recepción inquisitorial en el mundo de la
comedia. Sin embargo, no considero esta potencialidad tan alarmante. Siempre
habrá gente que se alegre de estas actitudes (de cualquier forma de censura, en
realidad); la prohibición total, sin embargo, es otra cosa.
Pero lo que sí me preocupa, lo que sí me asusta, es la
flagrante confusión en la que estamos inmersos ahora, ese extraño ensueño en el
que ciertos personajes públicos como no pocos políticos se han metamorfoseados
en rebuznantes y cacareantes encarnaciones de sí mismos, habilitando una
asombrosa mezcla de esferas opuestas. Me refiero, claro, a lo que yo llamo la espectacularización
de lo solemne y a su correspondiente polo opuesto, la atroz solemnización de lo
secular. Y es que, tal y como yo lo veo, el problema no es que el humor, la
transgresión y la irreverencia se estén borrando, sino que más bien se están
trasladando a ámbitos incongruentes, mientras que los terrenos de la
exploración y el simulacro alegremente compartido entre autor y lector,
comediante y público, van cobrando espantosas actitudes inquisitoriales.
Permítanme plantear una hipótesis: consideremos por un
momento que este veto no sólo se impusiera a lo políticamente incorrecto, sino
también a lo consensuado. ¿Qué quedaría por hablar? No, está claro que esa
resolución fracasaría. Se crearía un vacío con el que los humanos no podemos
lidiar ―admitámoslo, retrocedemos ante el blanco o, por decirlo a la manera
engreída de las escuelas de Artes, sufrimos horror vacui―. Queda claro,
pues, que hay cosas simplemente indelebles. Sin embargo, pongamos que existiese
ese vacío, pongamos que tuviésemos que vivir con esa carencia, ¿acaso nadie vendría
con unas cuantas objeciones?
Ciertamente, la transgresión de adentrarse en el terreno
de lo prohibido significa un abrevadero muy apetecible para los autoproclamados
antisistema ―todos esos que aguardan apiñados para acabar imponiendo su propia
solemnidad, estos últimos años los partidarios de las facciones de extrema
derecha, camuflados dentro del sistema bajo las amplias y eufemísticas etiquetas
de liberales o neocapitalistas―. No es de extrañar, pues, que la confusión se
manifieste ahora de forma cada vez más crédula. Lo peor, sin embargo, no es esa
presencia ominosa, lo peor es que los antiguos defensores de la libertad se han
convertido en modernos inquisidores, y, a la inversa, los antiguos defensores
del autoritarismo se han erigido en adalides de la libertad ―en España, los
neofranquistas; en Estados Unidos, los moralmente rapaces puritanos; y así ―,
vendiendo una versión adulterada del concepto en la que libertad significa
simplemente camino despejado para incordiar a esta moderna moral de arcoíris.
De nuevo el vacío. «¿Y ahora qué?», se preguntarán, «¿ahora qué con esta
destronada libertad manifiesta en estas actitudes tan espantosas y ridículas? ¿cómo
no vamos a confundirnos?».
Permítanme sugerir una posible solución: aprender a convivir
con esta anomalía. Imagínenlo por un momento: asambleas, cumbres, debates y comparecencias
de campañas electorales convertidas en platós y pistas de circo declaradas
nuestros nuevos tribunales. ¿Se lo imaginan? Por seguir con la obra: ¿qué me
dicen de un sombrío y severo Lenny Bruce Presidente del Tribunal, escoltado por
un amenazante George Carlin a su derecha y un férreo Dave Chappelle a su
izquierda? Bromas aparte, es posible que aún se estén preguntando: «¿Dónde está
la gracia de todo esto?», a lo que yo les respondo que no la hay, pues de
hacerse real, ¿a quién vamos a apelar nosotros, corderos confundidos?
Sociego
Burgos, 9 de enero de 2022
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