¿Alguna vez se han parado a pensar en los momentos en que
se han visto acorralados por una u otra circunstancia? ¿Han llegado por ello al punto de frustrarse, proferir
alaridos por toda la cocina y darlo todo por perdido? (También es verdad que unos
tenemos el sentido del drama más aguzado que otros, todo sea dicho). Más tarde,
con la ventaja del tiempo y una vez superado el escollo, vieron que quienes los
habían condenado a esa prisión, en teoría sin escapatoria, habían sido ustedes
mismos.
Ya sea por exigencias de la cada vez más acelerada realidad
en que vivimos, ya sea por insensateces de esta nuestra condición humana, el
hecho es que no son raras las ocasiones en que uno se encuentra en un estado de
urgencia, nervios y angustia por situaciones que, aparentemente, no ofrecen más
que A o B: un examen aparentemente inaprobable, una condenada entrevista
de trabajo, unas palabras presuntamente torpes. Torpe, desvalido, de manera
injustificada, necia casi, uno se lleva las falanges a la boca y empieza a mordisquearse
las yemas. ¿Qué hacer? ¡Qué impotencia no poder congelar el tiempo! ¿Cómo he
llegado hasta aquí? Analiza la situación y se topa con una bifurcación: en
el primer cartel lee “Vía de la Neurosis”;
en el segundo, “Vía del pasotismo”
(o “Vía del estoicismo”, si así lo
prefieren). Se detiene y vislumbra los efectos de la primera: una respiración
entrecortada, un pecho batiente, unas sienes sudorosas. Como no está por la de
acudir a la farmacia, se plantea la segunda. Aunque en principio frívola o
irresponsable, poco a poco cobra la forma de un redondel inflado que, intuye, lo
librará de la marea de desenfreno neurótico.
¿A qué esos síntomas dignos de receta? ¿a qué esa
necesidad de tan ridícula carga? Más allá del clásico (argumento) “todos
acabaremos muriendo” y demás —que también— que busca desechar toda reacción
desmesurada, es innegable que nos gustan los laberintos. Mucho. Constantemente,
nos adentramos en abismos de los que creemos que no podremos salir más que
seriamente perjudicados cuando siempre había existido al menos una alternativa,
a una vuelta de ojo y sin los espinos de las otras dos aberturas. De ahí que
uno se pregunte: “Bueno, ¿y todo este numerito de consulta psiquiátrica para
qué?”. Francamente, da la impresión de que no podemos vivir sin esas cotidianas
y apremiantes angustias —nada más que manifestaciones de una acuciante demanda
de autotrascendencia, como si para recordarnos que estamos aquí y que, en
efecto, la vida nos “incluye”, requisiéramos del vértigo de una cerca que,
imperceptible y cuidadosamente, hemos ido erigiendo en torno de nosotros—. No
cabe duda: succionamos el drama.
Una succión y tantos fenómenos a microescala —la
progresiva fijación de la tinta sobre un papel recién impreso, los bastones de
un ojo ajustando el resplandor de un cielo de primavera, cadenas de enzimas
degradando las moléculas de un filete de vaca—, tantos diminutos milagros, tantos
desapercibidos pilares , como el subsuelo de una gran ciudad, que lo superficial,
eso que nos quitaba el sueño y a veces la cordura y la estabilidad mental,
pierde vigor ante la visión de los prodigiosos filamentos que lo sostienen.
¿Por qué, entonces, vamos a oscilar en nuestras respuestas
entre la neurosis y la asepsia? ¿es que acaso ese y solo ese es el protocolo de
actuación que nos impone la Vida (y perdonen la trascendencia de la mayúscula)?
Empujar frenéticamente para llegar a la cima, aun a sabiendas de que nos precipitaremos
de nuevo, o hacerlo con parsimonia, recreándonos en el tormento; mientras, un
pájaro sobrevuela el firmamento a la vez que la roca arrastra y recoge brotes
de musgo recién salidos de la ladera. Pero claro, tenemos que empujar, seguir
empujando. No queda otra —o de eso nos hemos convencido—. Está bien, sea así el
trato; quizá haya que aceptar, por mucho que todo importe un comino, que para
sentirnos vivos precisamos de un poco de neurosis, quizá sea ese el destilado
de la vida: dos espitas, un chorro frenético y otro de bebedor aséptico. Y justo
cuando nos estamos arrimando la jarra a los labios, recibimos un codazo y se
nos cae toda la bebida; entonces, el tendero se ofrece a servirnos otra —“Invita
la casa”— mientras nos debatimos entre la indulgencia hacia el afortunado perturbador
y el puño airado.
Sociego
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